No sé qué le pasa a mi marido, anda sumamente celoso. Él que siempre se mostró como un tipo abierto, que aceptó estoicamente mi relación con George Clooney y hasta hace no mucho el ménage à trois con Pep Guardiola, ahora tiene unos celos insoportables, “estoy harto de esto”, me dijo en un tono muy feo. “Tienes que creerme, son ellos los que me acosan”, me defendí, pero no sirvió de nada.
Yo hago lo imposible por sacarlos de mi cama, porque tengo la sensación de estar durmiendo con el enemigo, pero es difícil. Siento que el SRI me persigue, entonces dormida grito aterrada: ¡La retención! ¡el 14%! ¡la declaración mensual! Mi marido se enoja y mi relación tambalea.
¿Por qué te empantanas en la irracionalidad?, me reclamó hace poco, pero yo juro que con la Senae no tuve nada que ver, fue ella la que me persiguió hasta el cansancio.
Hace unos ocho meses la editorial Siglo XXI embarcó, junto con los libros, 100 libretitas con las tapas de los libros (El capital, de Marx; Antología, de Gramsci; Las venas abiertas..., de Galeano), lindas, útiles, pero prohibidas de importar.
Esto no puede pasar, hay que destruir, me dijeron. Destruya, dije yo pensando que esto era muy simple, aunque honradamente pensé que los ciudadanos revolucionarios al verlas se aficionarían de ellas, pero no, el proceso para la destrucción e incineración de los bienes ilegalmente ingresados al país empezó con pie derecho, con la notificación formal que el jefe de distrito me hacía a mí y a cuatro o cinco aduaneros a quienes les ponía copia.
Yo, como corresponde, firmé sin ver, solo los argumentos legales eran de cinco páginas. Estas comunicaciones las traía un atento mensajero, con quien yo descargaba mi ira ante tal absurdo, y él me escuchaba con la paciencia de un psicoanalista, pero no me cobraba, claro.
Ante lo engorroso del proceso, tuve que pedir a mi agente afianzado que se encargara del tema y que dijera sí, y que a fin de agilitar el trámite, en mi nombre contestara por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa... Así lo hizo, sin embargo, las notificaciones no cesaron.
Finalmente llegó el día feliz en que las libretitas fueron incineradas y yo era la orgullosa propietaria de un Certificado de Incineración de Desechos Tóxicos, ¡qué alegría!, el mensajero y yo nos abrazamos, lloramos emocionados, casi como cuando una llega al fin de la terapia.
Ahora, casi $ 600 más tarde, dueña de tremendo certificado y con un proceso de más de 70 páginas, que involucró al director de la Senae, a todos los funcionarios a quienes les ponía copia, al agente afianzado, al incinerador, al mensajero y a mí, me siento desolada, extraño al mensajero y mis pesadillas han aumentado porque no me cabe en la cabeza que pueda haber tanta irracionalidad. ¡¿Cuánto nos cuesta está pesada burocracia a todos los ecuatorianos?! ¡¿Qué ganamos?!
Las libretitas bien habrían servido para que los revolucionarios ciudadanos hagan sus cuentas, cumplan con sus deberes, escriban poemas, consignas y reafirmen su airecito de intelectuales de izquierda. (O)