Caminas como si la vida toda estuviera contenida en ese instante de sol reventando en astillas de luz las calles de Washington D. C. Te detienes frente a la estatua de Puck, ese pícaro duende nacido de la inmortal sabiduría de Shakespeare, quien mirando hacia el Capitolio comenta: “Señor, ¡qué tontos son los mortales!” (Sueño de una noche de verano).

Entras a la mansión de los Folger, Emily (1858-1936) y Henry (1857-1930), quienes en lugar de darse mañas para acrecentar su fortuna a costa de traicionar sus responsabilidades sociales, invirtieron sus millones en crear la colección más grande de documentos originales y ediciones de y sobre la obra de Shakespeare. Las puertas de la Biblioteca Folger están abiertas a actores, dramaturgos y estudiosos de todo el mundo. Admiras los tesoros que harían babear de contento a cualquier amante del autor inglés y, como si fuera poco, tienes la suerte de coincidir con la exposición “Shakespeare, Life of an Icon”, el olimpo de todo nerd: cincuenta manuscritos fundamentales, algunos nunca antes expuestos al público, sobre la vida y obra del susodicho. Afuera brilla el sol y Puck te había encendido el botón del humor, así que en lugar de concentrarte en los tesoros filológicos que merecen lectores más eruditos que tú, te procuras una nueva carcajada que resuena casi malévola entre los paneles de madera del salón, mientras lees el testamento de Shakespeare, corregido y aumentado por él mismísimo semanas antes de su muerte en 1616. Como actor, director y dramaturgo, había amasado una fortuna considerable que deja en manos de sus hijas Susanna y Judith. A Anne Hathaway, su esposa, le hereda su “segunda mejor cama”, o sea, su cama vieja.

Pero no sería este el único matrimonio infeliz con el que te encontrarías: F. Scott y Zelda Fitzgerald yacen juntos para toda la eternidad en un cementerio cualquiera en medio de la nada: en Rockville, Maryland. Yacen juntos porque su hijo Scottie se afanó en trasladar el cuerpo de su padre al camposanto donde reposaba la católica familia Fitzgerald. Hizo revocar la decisión de F. Scott de abandonar la fe y lo devolvió post mortem a la Iglesia y a la familia. Ante la tumba del escritor y su diabólica “musa” te preguntabas si en lugar de dejarle flores no le tendrías que dejar una botellita de gin, así lo ayudarías a tolerar el destino que le habían impuesto en la muerte con las mismas argucias que usó para bailar entre las circunstancias que él mismo se había impuesto en vida.

Pero no, no le dejaste flores ni gin. Escapaste (llevándote contigo a Gatsby) a Nueva York, en un tren que parecía una lonchera y que recorre el país bajo el tremendo nombre de Amtrak. A medio camino entre la capital del imperio y la capital del delirio, el tren se paró y apareció un jamaiquino que hablando a gritos nos contó que en Delaware había un “operativo policial” y el servicio estaba suspendido hasta solo Dios sabe cuándo. Recorrió el tren de cabeza a rabo repitiendo la historia en cada extremo de cada vagón. Conductor de tren, vocero, él mismo tuvo que reconfigurar la locomotora, enganchar, desenganchar, y tres horas más tarde habíamos regresado al punto de partida: Washington D. C. (entre las arcadas de Union Station un afroamericano enfurecido pateaba basureros y amenazaba con el puño a seres invisibles, quizá pesadillas heredadas de sus antepasados y que aún persisten enmascaradas; o quizá era un conductor de tren con occupational burnout). Solo Dios sabe cómo lograste llegar a Nueva York y sobreponerte al horror tras suponer que el “operativo policial” hubiera estado relacionado a las atrocidades sucedidas en Bruselas. Pero no, la causa había sido un choque: una lonchera de Amtrak estrellándose contra una retroexcavadora olvidada (¡?) en la vía férrea.

A las ocho de la mañana ya estás lista para integrarte a la masa de turistas y lectores en la New York Public Library, para delirar entre libros, mármol y madera labrados de ensueños, pero era demasiado temprano y aún no abrían. Así que te tomas un café en McDonald’s con los borrachines del barrio y te metes a la Mid-Manhattan Library, la biblioteca de los pobres. Sus seis pisos setenteros parecen albergar a todos los mendigos de la zona. Allí pueden usar el internet, los baños públicos y hojear revistas y libros, pasar el día bajo un techo. Acostumbrada a los aburridos intelectuales que pueblan las bibliotecas universitarias, Mid-Manhattan Library te parece un extravagante circo donde los lectores mantienen acaloradas conversaciones con libros, pantallas y espectros.

Como en un carrusel de caras, voces, historias y posibilidades, Nueva York te va mareando hasta internarte en un trance que te sintoniza con su música. Tomas el metro al Village y de camino a SoHo te pides un martini en un bar (como homenaje a la ciudad de tus películas) y sin saber cómo ya estás conversando en la barra con un fotógrafo del barrio. Estás a punto de subirte a un taxi y aceptar esa invitación al Upper East Side, a probar los mejores martinis de NY en el Bemelmans Bar (sí, el mismísimo lugar de tu lista, donde verías los murales del brillante escritor que había visitado el Ecuador en los años 30 y develado su alma en El burro por dentro, 1941, censurado por el gobierno de turno). A punto de embarcarte en una aventura del tipo “copia barata de película de Woody Allen”, en un rapto de lucidez o miedo declinas la invitación. Y para consolarte pasas por la casa de David Bowie, le dejas una flor y terminas la velada con Dylan Thomas y otros fantasmas del White Horse Tavern, brindando por todos los muertos, los que fueron y los que seremos, releyendo la oración final del Gran Gatsby, inscrita además en la tumba del autor: “Y así seguimos, luchando como barcos contra la corriente, atraídos incesantemente hacia el pasado”. (O)

Como en un carrusel de caras, voces, historias y posibilidades, Nueva York te va mareando hasta internarte en un trance que te sintoniza con su música. Tomas el metro al Village y de camino a SoHo te pides un martini en un bar (como homenaje a la ciudad de tus películas) y sin saber cómo ya estás conversando en la barra con un fotógrafo del barrio.