No es fácil encontrar el tono adecuado para reflexionar sobre cuán cerca de la vida está la muerte, y viceversa. Marina Keegan tenía 21 años cuando murió en un accidente automovilístico, cinco días después de que se graduara magna cum laude, cuando iba a casa para celebrar el cumpleaños 55 de su papá. En el último año de universidad, en Yale, fue ayudante de investigación del profesor Harold Bloom, actuó en obras de teatro, presidió la asociación de estudiantes Yale College Democrats y cada semana viajaba a Nueva York para hacer prácticas en la revista Paris Review y para buscar empleo en The New Yorker.
Marina escribía sin parar: era una brillante joven escritora. En una semana, más de un millón de personas leyeron ‘Lo contrario de la soledad’, un artículo en la edición especial de promoción del Yale Daily News. Marina dejó un conjunto nutrido de relatos, artículos, crónicas, ensayos y obras de teatro. Anne Fadiman, su profesora, mentora y amiga, expresó: “He visto a demasiados escritores jóvenes rendirse por no poder asimilar los continuos fracasos que su profesión les deparaba. Tenían talento, pero les faltaba aguante y determinación. Marina contaba con esas tres virtudes, por eso estoy convencida de que habría triunfado”.
Una tarea que Marina se impuso fue “impedir que muera la literatura”, pues en las letras halló la posibilidad de expresar el asombro por lo humano, algo que poco importaba en el mundo entregado a la competencia feroz de los mercados. “Somos muy jóvenes. Somos tan jóvenes. Tenemos veintidós años. Tenemos mucho tiempo por delante”, escribió; y también: “debemos tener presente que todavía podemos hacer lo que nos dé la gana. Podemos cambiar de parecer. Podemos empezar de cero… La idea de que ya es demasiado tarde para hacer cualquier cosa, la que sea, resulta cómica. Qué disparate. Nos estamos graduando”.
Marina descubrió que no existía una palabra que designara lo contrario de la soledad, pero, para ella, ese vocablo podía ser la sensación de pertenencia a una comunidad. El libro Lo contrario de la soledad (Barcelona, Alpha Decay, 2015) de Marina Keegan reúne ficción y ensayo; en ellos muestra su consternación por las ballenas que mueren varadas, pero se pregunta si habría un revuelo internacional si se encontrase un hombre arrastrado por la marea: “A veces me preocupa que los humanos teman ayudar a los humanos”. Y propuso que las leyendas de las camisetas del tipo “Salvemos a las ballenas”, más bien dijeran “Salvemos a los etíopes famélicos”.
Acaso como resultado de una de sus clases, escribió sobre la certeza científica de que el Sol acabará estallando: “tenemos un reloj con forma de bola de fuego gigante que hace tictac con cada anochecer”. Y mostró una profunda preocupación porque el 25% de sus compañeros, antes de terminar sus carreras, ya estaban contratados en las ramas de la consultoría o las finanzas. Para Marina eso era un indicio de que algo fallaba en la educación, porque ese hecho era inconsecuente con el llamado a la vocación de servicio que, en los discursos y las ceremonias, había oído todo el tiempo. La obra publicada de Marina Keegan impide que muera la literatura.(O)