No parece poca cosa que exista la peligrosa posibilidad de que una persona como Donald Trump sea el candidato escogido por el Partido Republicano de Estados Unidos para disputar en noviembre próximo la presidencia de ese país, y tampoco parece poca cosa que ese candidato que al día de hoy lidera los resultados dentro de su tendencia, pronuncie en su campaña un discurso agresivo contra los inmigrantes y contra los musulmanes.

Se trata de un político sin experiencia como tal –lo cual para mucha gente puede ser bueno o muy bueno–, un verdadero outsider, que no representa a la esencia de su partido, a las élites conservadoras que miran con estupor al candidato que alguna vez estuvo coqueteando con los demócratas y que con su desfachatez ha encontrado la fórmula para captar y concentrar el malestar de millares de personas que todavía no se reponen de la crisis que, aunque no es atribuible a Obama, se la adjudican a él y a su partido.

Las noticias dicen que una consulta a pie de urna a los votantes de Trump en las primarias que se están desarrollando, señalaba que en su mayoría aprobarían la deportación de los inmigrantes indocumentados que propone el candidato, gran parte de los cuales son latinoamericanos y en especial mexicanos, y que, asimismo, los dos tercios de los consultados estarían de acuerdo en no recibir en su país a los musulmanes. Sobre lo primero es verdad que cada país tiene el derecho soberano de fijar sus políticas migratorias y controlar sus fronteras, pero es tan grande el número de indocumentados que han ingresado al territorio estadounidense a lo largo de muchos años, atraídos por el “sueño americano”, que resultaría una tragedia humanitaria su expulsión, casi de una magnitud igual a la que hoy causa convulsiones políticas, económicas y de toda clase en la Unión Europea con los refugiados que huyen del desastre sirio, kurdo y norafricano, y que ya ha causado un revés a Merkel y a otros dirigentes europeos.

En cuanto a los musulmanes, es cierto que la sociedad universal está cansada de crímenes alentados por el fanatismo, cometidos aparentemente “en nombre de Alá”, pero que en realidad no tienen que ver con la religión musulmana como tal, pues los terroristas son extremistas alucinados por sus líderes basados en una interpretación patológica de sus libros. La ignorancia del candidato está confundiendo la fe musulmana con las características somáticas del individuo, con su procedencia o con su nacionalidad, creyendo que todo ciudadano árabe o iraní o indonesio o magrebí es musulmán, error que, en el contexto ecuatoriano, habría que preguntar si es de buena o de mala fe, lo que implica un verdadero exabrupto de Trump y su troupe.

Además, ¿cómo hará un agente de inmigración de Estados Unidos para identificar a un musulmán? ¿Por su presencia o por su vestimenta o por sus ojos o por su piel? ¿Deberá constar en su pasaporte la religión que profesa violando preceptos constitucionales? Hay tal desconocimiento de la interrelación o de la interdependencia entre los orígenes de las naciones y de la razas y de las creencias religiosas personales, que se confunde lo árabe con lo musulmán como si fueran sinónimos, a tal punto que hoy me llegó un correo donde el remitente preguntaba, con seriedad y defendiendo al islam, si alguien conocía que algún musulmán fuera ateo. Tan perdido como Trump. Pero esas situaciones pueden ocurrir en la sociedad estadounidense si no despierta de su letargo. O de su quemeimportismo. Los demócratas están felices porque con un candidato republicano así será más fácil ganar la presidencia. (O)