A estas alturas, resulta un chiste o una parodia del derecho el que algunos medios insistan en referirse a “Luis Ch.”, mostrando el rostro difuminado del supuesto implicado ecuatoriano en un escándalo mundial. Dirán que defienden el derecho del acusado a la protección de su identidad hasta que no se pruebe su culpabilidad. Pero en el Ecuador, las apariencias reemplazan a la verdad y la etiqueta suplanta a la ética, sobre todo en nuestro sistema judicial. Entonces, ¿quién es “Luis Ch.”? Todos los ecuatorianos sabemos que el término alude a un caballero maduro, de complexión generosa, otrora sonriente dirigente de un deporte popular que se juega con un balón de 69 cm de circunferencia en un rectángulo de césped de 68 por 110 metros.
No tiene sentido seguir usando el “Luis Ch.” cuando la mayor parte de los ecuatorianos ha dictaminado su culpabilidad antes de que ella sea probada. Tampoco tiene sentido referirse a “Segundo M.” y “Eduardo R.” como los sospechosos del crimen de Montañita, cuando nuestro propio ministro del Interior difundió la primicia de sus rostros por Twitter apenas fueron detenidos, violando sus derechos y acarreando pena y vergüenza pública a sus familias. El Ecuador es uno de esos países donde la lógica de la administración de justicia está invertida… y pervertida: los acusados deben probar su inocencia en lugar de que el sistema verifique su culpabilidad. Y donde el “a confesión de parte relevo de pruebas” ha contribuido históricamente al subdesarrollo de nuestras disciplinas forenses, a la pereza de nuestros funcionarios judiciales, y al ejercicio de la tortura de bajo perfil.
Además, el mantenimiento del “Luis Ch.” con cara borrosa dice contradictoriamente que nuestro funcionamiento social y oficial está sometido al imperio de las apariencias, donde la facha es una “prueba” condenatoria. No es raro que buena parte del público dictamine, ante las fotografías difundidas sobre los asesinatos de Montañita: “Basta verles las caras para saber que son los asesinos”; y su contraparte: “Basta verles la pinta para saber que ellas lo provocaron”. Hay una colusión entre nuestros prejuicios arraigados, nuestra avidez por el chisme, la imprudencia contingente de algunos medios de comunicación, la declaración anticipada de funcionarios públicos que buscan notoriedad y la incompetencia de nuestro aparato judicial, para perpetuar este imperio de las apariencias. Todos participamos de ello.
Si miramos “las caras” de “Luis Ch.”, “Segundo M.” y “Aurelio R.”, no tenemos ningún derecho a inferir absolutamente nada sobre su psicología, motivaciones, conflictos, culpabilidades o inocencias. Aparte de las pruebas técnicas, las pericias y los exámenes de laboratorio, el único instrumento que nos permitirá conocer algo acerca de cualquier detenido es su palabra. Con ello nos abocamos a otra dificultad de nuestro funcionamiento legal y social: ¿cuánto vale la palabra de un acusado en este país? O mejor: ¿cuánto vale la palabra de cualquier ciudadano que no tenga poder aquí? ¡Nada! O cualquier cosa que dicho poder haya establecido de antemano según su conveniencia. ¿Será por eso que algunos acusados mejor se acogen al silencio o a la resistencia en este país? A los ecuatorianos no nos interesan la verdad y la justicia. Nos contentamos con cualquier cosa que las imite. (O)