Sería una tontería desconocer que al Estado le corresponde un rol trascendental en la vida de la nación, que se nutre también, de manera importante, de la acción y gestión individual o corporativa de sus ciudadanos. Pero cuando el equilibrio se rompe y el Estado cumple un papel concentrador, casi monopólico, de actividades que deberían ser compartidas –no sé en qué proporción porque depende del sector–, los esfuerzos siguientes deberían estar encaminados a restablecer los niveles, o devolver a los actores los papeles de que fueron privados.

Por eso ahora que la población transita por senderos de crisis, que el Gobierno no quiere reconocer aunque cada día aumenta la dificultad para conseguir trabajo, es preciso planificar el futuro, obviamente sin olvidar el presente, porque este es el tiempo que efectivamente importa. Ayer ya pasó y mañana todavía no llega, lo que implica que se puede modificar lo que está por venir si se toman las medidas necesarias, aunque a veces –siempre el tiempo con su tiranía– los lapsos cortos o largos, además de los imponderables, impiden que los planes funcionen.

Digo todo esto porque terminado el ingreso petrolero, alrededor del cual todo el país giró por largos siete años, recién nos damos cuenta, empezando por el propio Gobierno, que una de las falencias de este fue no estimular suficientemente la inversión privada en actividades productivas que deberían haber recibido siempre el saludo de bienvenida del régimen. De allí los actuales apremios por lograr la ductilidad laboral a través de normas que, si son aprobadas con una buena concepción de su real destino, podrían evitar que haya más despidos de trabajadores.

Y como sabemos que este régimen ya no tiene tiempo ni deseo, ni ideas para cambiar radicalmente el rumbo de la economía, es que sugiero (a los nuevos candidatos y más tarde, algunos de ellos, gobernantes) planificar seriamente, con responsabilidad, el futuro del país con menor dependencia del petróleo, ampliando sus horizontes comerciales hacia tratados o convenios bilaterales o multilaterales que promuevan las exportaciones, las de siempre de materias primas o commodities y las que contengan valores agregados de otra naturaleza junto con bienes diversos producidos por mentes y manos creativas, teniendo siempre presente que sin nuevas inversiones no habrá nuevos desarrollos que permitan diversificar el conocimiento, ni tampoco nuevos empleos.

A fuer de parecer muy iluso (porque en nuestro medio es sumamente raro que los adversarios políticos lleguen a perfeccionar acuerdos, aunque todos sostengan que aman al país y se sacrifican por él), propongo que todos los candidatos a la presidencia de la República hagan un Pacto de Estado para que cualquiera que resulte electo impulse un proyecto legislativo que contenga cinco o seis puntos básicos enderezados a recibir con beneplácito nuevas inversiones nacionales y extranjeras, con la más amplia garantía de protección constitucional y legal tanto a los trabajadores como a los capitales.

Habrá que incluir el compromiso explícito de respetar la separación e independencia de las funciones del Estado (asunto poco frecuente en los últimos años) y el derecho de los inversores a la seguridad jurídica. Pero aun así, la desconfianza no desaparecerá de pronto y pasará algún tiempo antes de que las nuevas actitudes sean creíbles. (O)