En el parpadear de la década posterior a su muerte, todos aman a Roberto Bolaño: su obra es una síntesis extraordinaria entre poesía y prosa, entre ciudad y derrota, entre Latinoamérica y el mundo. Como Gardel, cada día escribe mejor. Si con el argentino 20 años no es nada, con el chileno-mexicano-español 13 años fueron el equivalente a un Big Bang en el que su universo literario se instaló con un peso y una vida propia solo comparable con el boom regional de los sesenta. Y como aquel, generó un fenómeno que se apoderó de los lectores y las discusiones literarias locales y globales. Antes había que leer a Bolaño. Ahora se “necesita” leerlo.

El tránsito entre búsqueda detectivesca y necesidad que generó el bolañismo sin Bolaño es agridulce. Para sus lectores de fines de los noventa y comienzos de los dos mil, el autor de Los detectives salvajes y de 2666 –dos laberintos de los que es imposible pretender salir indemnes– se constituía en un evangelista apócrifo que nos regalaba una mirada a la vez distinta y cercana sobre nosotros mismos, los latinoamericanos: cada vez más citadinos, desencantados, poetas y locos, capaces de amar y odiar en extremos sin límites ni continuidad, entre medio de esa balacera que se llama globalización. Soñando con emigrar a un país distinto. Y volver a un planeta diferente.

Bolaño fue un sobreviviente de esa travesía y su obra es su diario personal de ruta. Fue un adelantado y un insider de ese extraño fenómeno que mezcla migración, nihilismo y narco-estados, que nos habló –con la narración de quien lo ha leído todo– de la ternura y crueldad que somos capaces de acumular y expresar los nacidos al sur del río Grande. Su evangelio era un secreto a voces y sus lectores hablábamos de su obra como si se tratara de una revelación ineludible. Entonces, había que leerlo para dejarse alegrar con su buena nueva. Entonces, también, el bajo perfil propio de la naturaleza de Bolaño se sostenía en la densidad de su obra y convivía con el desconocimiento masivo, nunca mejor retratado como en el anuncio que un canal de televisión chileno hacía de su muerte, el 15 de julio de 2003, a los cincuenta años, confundiéndolo con su archifamoso homónimo: Chespirito.

Pero cuando el bolañismo se convirtió en una necesidad mundial, un lugar común de lo que estaba “in” en literatura, su frescura parecía haberse ido perdiendo a punta de la sobreventa de su imagen de escritor maldito y la llegada de “novedades” editoriales dosificadas por el mercadeo. No obstante, su obra debe atornillarse en el pedestal de la juventud detectivesca e irreductible del monstruo bicéfalo que son sus dos libros cumbre, y de novelas como Estrella distante, Nocturno de Chile, Amuleto, Una novelita lumpen, Monsieur Pain, El tercer Reich; de libros de cuentos como Putas asesinas, Llamadas telefónicas y El gaucho insufrible; y de sus artículos y opiniones resumidos en Entre paréntesis.

A todos los que leímos a Bolaño con fascinación y hemos hecho el mismo tránsito globalizado desde nuestro laberinto latinoamericano, nos ha surgido la necesidad de seguir sus huellas por las playas de la Costa Brava en Cataluña, donde vivió sus últimos veinte años. Sobre todo en Blanes, pueblo en el que escribió el núcleo central de su obra. Pude hacer un peregrinaje detectivesco a los lugares que cobijaron sus textos y sueños. La sorpresa fue inmensa porque encontré un paraíso en la tierra.

No hay aventuras interminables sino bosques que rodean unas calas rocosas en donde pequeños o grandes espacios de arena terrosa besan el mar Mediterráneo. En los alrededores de esas calas, Bolaño trabajó de cuidador de campings durante varios años, tratando de apañar la pobreza franciscana en la que vivió casi toda su adultez. Se dedicó a observar a la fauna humana que acampaba en los bosques que circundan las playas, para escudriñarla y reproducirla de manera notable en varios de los personajes de Los detectives salvajes, La pista de hielo, El tercer Reich o Amberes.

Siguiendo esas pistas, aterricé en medio de un rescoldo de bosque que mira a una cala, entre Lloret y Tossa, dos pueblos de no más de 20 mil habitantes cada uno pero que en verano llegan a 300 mil, la mayoría europeos no españoles. Uno se siente bien gracias al olor a pino que baja por las laderas que circundan la playa y por la gracia de observar el mismo paisaje natural y humano que vio Bolaño. Ahí está el misterio de su obra. Cómo un mundo de perfección bucólica como el de la Costa Brava puede ser el escenario para relatos bolañescos, tan salvajes como sublimes. Cómo la memoria latinoamericana, con su sino de violencia y ternura, de belleza y ruindad, habitan en uno y se pueden expresar de manera tan perfecta y única, cuando sobrevuela algo parecido a la paz. (O)

A todos los que leímos a Bolaño con fascinación y hemos hecho el mismo tránsito globalizado desde nuestro laberinto latinoamericano, nos ha surgido la necesidad de seguir sus huellas por las playas de la Costa Brava en Cataluña, donde vivió sus últimos veinte años.