El socialismo, sea del siglo XIX, XX o XXI, tiene un denominador común: no es sostenible en el tiempo, pues tiene la particularidad de autofagocitarse porque carcome sus propias bases y estructura hasta que simplemente se destruye.

Si el Estado es una especie de socio estratégico en todos los negocios y participa en las utilidades a través de los impuestos, para luego redistribuirlos y transformarlos en servicios para todos los miembros de una sociedad igualitaria, la lógica dice que mientras estos negocios son más prósperos, el Estado recibirá más ingresos. De igual forma, si se estimula el bienestar común por medio de una economía saludable, aumenta el poder adquisitivo de la moneda y el consumo, el Estado recibe más por diversos tipos de impuestos, como el que rige las transacciones comerciales. Sin embargo, el socialismo –históricamente demostrado– contra todo sentido común, hace lo contrario y destruye la iniciativa para hacer negocios más florecientes, sataniza la generación de riqueza y, lo peor de todo, convence a sus devotos que ganar más y vivir mejor es malo, que buscar riqueza es perverso e injusto y los somete física y espiritualmente a un estado general de pobreza dependiente de la dádiva gubernamental, sin retroalimentación; porque después de acabar con la propiedad privada y los medios de producción, no queda nada de donde obtener recursos que puedan mantener ningún tipo de socialismo. Todos no nacen para ser ricos, pero una sociedad igualitaria e incluyente solo puede sostenerse dentro de un esquema que beneficie a todos y no a unos pocos, a través de la producción, emprendimiento, iniciativa privada, generación de empleo digno, adecuada administración de recursos públicos, regulación estatal y, lo más importante de todo, respeto a los derechos humanos.(O)

Carlos Cortaza Vinueza, abogado, Guayaquil