REINO UNIDO

Estaba en Sao Paulo, en el verano de 1998, cuando escuché el apellido Saramago por primera vez. Era una conversación con mi tío Raúl, quien me recomendaba libros y autores lusófonos. Mi tío me habló del “mejor autor contemporáneo en lengua portuguesa, sobrinho”. Por eso, cuando encontré un tomo promocional –y baratísimo– de A jangada de pedra (La balsa de piedra), de José Saramago, en un quiosco de la avenida Paulista, tuve que comprar esa novela.

El libro fue el único legado físico que quedó de esa visita al Brasil. La novela tenía forma de ladrillo y con el tiempo formó parte de la decoración de mi departamento. Fueron varios años después, antes de otro viaje al Brasil, que decidí agarrar al ladrillo y darle el vire. Me encontré con una novela marcada por el vértigo de un intento desesperado para evitar que la península ibérica –literalmente– se separara del resto de Europa. Si bien aquella no era una obra extraordinaria, sí era una novela original y atrapante.

Cuando una operación me obligó a guardar reposo por un mes, me animé a leer Ensayo sobre la ceguera, la que todos sindicaban como la culpable del premio Nobel de Saramago, pensando que me iba a regalar la ironía fina de La balsa de piedra. Error. La historia de una enfermedad que se extiende como una epidemia de ceguera, me dejó un dolor moral profundo y exasperante. Como dijo Saramago, la ceguera no significa “no ver”, sino tener una suerte de pantalla de un tono indescifrable que impide la visualización. La falta de visión no solo implicaba una momentánea discapacidad física, individual y colectiva, sino la razón que gatilla una tragedia de proporciones dantescas.

Cuando la enfermedad se generaliza y deviene en epidemia, también provoca una oscuridad del alma en la comunidad, atizada por el miedo de ser contagiados, la necesidad de establecer un orden social y el impulso vital para sobrevivir. Entre esas pulsiones primarias, que chocan en un entorno caótico, lo peor de las personas se manifiesta por entero. El paisaje humano que describe Saramago en Ensayo sobre la ceguera es tan desolador como factible. La lucha que plantea la novela sugiere un mundo en donde el temor –al contagio, a lo extraño, al otro– y la pérdida de la visión –de mirar al entorno, al otro y a uno mismo– se apoderan de todos de manera concreta y, aparentemente, irreversible.

Lo que finalmente salva a los sobrevivientes de ese paseo por el infierno es la extraña solidaridad que une a los débiles y a los vulnerables. Es la intuición de que ese mínimo componente de humanidad, que subyace como una luz interna, sirve como nexo para “ver” más allá de la oscuridad. Como ocurre cuando hay un apagón, basta un fosforito para recuperar algo de visión, de seguridad y de entereza ante la penumbra total.

Todavía me recuerdo tendido en mi cama de enfermo, tras terminar la lectura del libro, con una pesada sensación de indefensión. Después del shock llegaron otras novelas, siempre con la constante saramaguiana de una narración sin pausas y de una agudeza irónica que se agradece. No obstante, ningún libro de Saramago genera el duro e imperecedero desasosiego de Ensayo sobre la ceguera, cuyos 20 años de publicación se conmemoraron en 2015.

En pocas obras de la literatura, una situación hipotética puede ser tan real y vigente. La atmósfera de ceguera general aparece más a menudo de lo que pensamos, como en este año, en que la crisis migratoria se convirtió en una “pandemia” en suelo europeo. Solo cuando la foto de un niño muerto en la arena nos hizo abrir los ojos con una expresión de horror, hubo una reacción generalizada para intentar darle solución a un problema que nadie quería ver: los errores geopolíticos de Occidente habían larvado un masivo y desesperado flujo de desplazados que tocaba las puertas de Europa.

Empero, la real politik imperó. Con excepciones como las de Alemania, las medidas de seguridad interna priman por sobre la desgracia de ciudadanos “infectos” de desamparo. Ellos están deambulando en busca de un atisbo de claridad en medio de esas tinieblas que los han tenido entre la vida y la muerte. Seguro que a esos millones de desplazados, además de la desesperación por sobrevivir, los une el lazo del dolor compartido y la luz de la esperanza de un refugio, que aunque mínimo, pueda ayudarlos a rearmar sus vidas.

Lo concreto es que la pandemia de los desplazados continuará. De vez en cuando se prenden fósforos, que duran lo que un suspiro. Pero nadie se atreve a solucionar el apagón. Al revés: todo indica que las políticas migratorias en la Unión Europea se endurecerán. Las tinieblas de inhumanidad –sobre las que Saramago fabulara hace 20 años– cobran, por desgracia, una horrible vigencia. (O)

De vez en cuando se prenden fósforos, que duran lo que un suspiro. Pero nadie se atreve a solucionar el apagón. Al revés: todo indica que las políticas migratorias en la Unión Europea se endurecerán.