Fue simplemente una mala coincidencia, pero justamente el día en que Rafael Correa anunciaba que se construiría un centro islámico, “que en principio estaría ubicado en la Mitad del Mundo, latitud cero, lugar sagrado de nuestros ancestros, cerca de la Unasur” (pienso: lo de los ancestros, ¿es por alguna “buena vibra” escondida?), se desataba en París el brutal y enloquecido ataque del denominado Estado Islámico, con decenas de víctimas inocentes, asesinadas vilmente en nombre de Alá y de la lectura radical de una religión. A partir de aquello se sumaron voces en nuestro país en el sentido de que era un absurdo el sugerir la instalación de un centro islámico, peor aún tratándose de una religión que arrastra tanta radicalización y violencia.

Sin embargo, no creo que sea justo someternos a tal generalización, pues implica elaborar todo un juicio de valores respecto de una religión, exclusivamente por el fanatismo de una minoría. Hay que reconocer que no es tarea fácil realizar la distinción, aún más cuando parecería que en ocasiones las distintas visiones del islam se confunden en un equívoco fundamentalista, que de paso no ha sido patrimonio exclusivo de dicha religión; el otro día en Estambul, antes del partido de fútbol entre las selecciones de Turquía y de Grecia, se pidió un minuto de silencio por las víctimas de París y en su lugar los hinchas presentes se dedicaron a abuchear y a gritar “Alá es grande”. Pero de ese hecho totalmente criticable a pensar que todos los asistentes al estadio eran radicales asesinos, listos para proclamar la Guerra Santa y decapitar a cuanto infiel o no creyente apareciera (entre ellos, nosotros), hay un largo trecho que no puede ser cubierto por comprensibles prejuicios, menos aún por simple ignorancia.

Desafortunadamente para el islam, el reduccionismo de una minoría importante, así como la lectura equivocada del Corán han permitido la aparición de esta verdadera orgía de terror, la búsqueda del califato con su yihad, todo esto a nombre de un dios sediento de sangre que seguramente se estará revolviendo con desprecio al ver cómo invocan su nombre. La cuestión es determinar las razones y responsabilidades históricas, culturales, políticas que han impedido que el islamismo, a diferencia de la mayoría de las religiones, se despoje de esas interpretaciones radicales y teocráticas; nos sorprenderíamos en realidad al comprobar, por ejemplo, cómo Arabia Saudita (cuyo rey Salmán bin Abdulaziz se reunió con Rafael Correa y que de paso es el principal aliado de los Estados Unidos en la región), es la principal financista de las mezquitas y madrazas del wahabismo, versión del islamismo que es la inspiración ideológica del Estado Islámico, de Al Qaeda y de otras organizaciones similares.

Mi criterio: encuentro plausible cualquier intento por entender las distintas visiones que tienen las religiones del mundo, entre ellas, el islam; pero eso no implica que un Estado secular tenga la necesidad de instalar un centro islámico, uno hebreo u otro católico precisamente en la Mitad del Mundo. A las religiones hay que respetarlas y tomarlas en serio, pero también despreciarlas cuando pierden su rumbo. Lo importante ahora es que no olvidemos –como lo señalaba un perspicaz observador– que por cada fanático islamista que desea inmolarse con un chaleco explosivo a cuestas, hay miles de musulmanes que a lo único que aspiran es a una vida digna. Mahoma con seguridad reconoce las diferencias. (O)