Alan Rusbridger fue el editor general del Guardian de Londres durante los últimos 20 años. El viernes pasado, último día laborable de mayo, se jubiló y dejó su cargo a Katharine Viner. Rusbridger fue el décimo editor del Guardian en 194 años de historia: si hace la cuenta le va a dar que los 20 años en el cargo no es una noticia; la novedad es que lo ha sucedido una mujer, la primera en su historia. Creo que es una excelente noticia que haya llegado el tiempo de las mujeres en la dirección de los periódicos.

En su despedida a los lectores, que apareció en la edición del diario del viernes pasado, Rusbridger dice unas cuantas cosas interesantísimas sobre el periódico que dirigió estos años de grandes cambios tecnológicos y sociales en Gran Bretaña y en el mundo. Entre ellas cuenta una que le ocurrió apenas lo nombraron editor general. Uno de esos días almorzó con un colega de otro diario de Londres que le contó el gran misterio de algunos periódicos: “Si yo me tomo un día libre, en mi diario hay seis editores dispuestos a reemplazarme, cada uno de ellos tiene un concepto muy diferente de cómo debe ser el diario. En cambio cuando tú te tomes un día libre, al Guardian lo editará el mismo edificio”.

No me diga que no es realismo mágico puro. En muchos diarios pensamos que si un día apagamos la luz y nos vamos todos, el diario sale igual y seguramente mejor que cuando estamos al pie del cañón hasta las tantas de la madrugada. Planteado así, es magia pura. Pero de magia nada: siempre hay periodistas que volverán a prender la luz y buscar la verdad para publicarla, porque conocer la verdad es una de las necesidades básicas del ser humano.

La expresión del colega que revela Rusbridger en su despedida (la puede leer en el sitio web del Guardian, que no cobra por sus contenidos en internet) me hizo acordar de los años en que fundábamos una universidad con un grupo de jóvenes audaces en Buenos Aires. Fue entonces cuando se nos ocurrió la metáfora del pajarito frito. Decíamos que un águila no se distingue mucho de un gorrión cuando apenas han roto el cascarón. Uno un poco más grande que el otro, pero los dos aparecen flacos y medio desplumados, abriendo los ojazos asustados en su cara de muertos de hambre detrás de un pico todavía desproporcionado: “parecen pajaritos fritos”, dijo alguien y le quedó entonces el título a la metáfora. Teníamos que crear un águila y no un gorrión, pero ni nosotros ni la gente que confiaba en nosotros distinguiría hasta muchos años después si aquello era águila o gorrión. Había que imaginar una facultad con 100 o 200 años y poner los cromosomas de su ADN, uno por uno, para que nunca traicionara el espíritu de su fundación. Al principio parecería un pajarito frito, pero con el tiempo la gente comprobaría si habíamos creado un águila o un gorrión y quizá ni siquiera iban a reconocer el mérito de los fundadores, pero eso no nos importaba.

La teoría del código genético –o la metáfora del pajarito frito– es aplicable a cualquier institución, pero especialmente a las que no se gastan con el uso ni envejecen con el tiempo. Pasa con las universidades y los medios de comunicación, que son primos hermanos: los dos difunden contenidos que se producen gracias a un ejercicio constante de inteligencia colectiva. La materia prima de ambos son las ideas. También se parecen los periodistas a los profesores en su investigación tenaz de la verdad y en su necesidad de compartirla. La única diferencia es que los periodistas lo hacemos contra reloj y publicamos en cuotas la verdad y la historia actual del mundo, mientras trabajamos arduamente para conseguirla. Los académicos, en cambio, la publican recién cuando han completado su investigación.

Así es The Guardian de Londres y también EL UNIVERSO de Guayaquil o tantos periódicos del mundo que superan a sus propios periodistas y a sus directivos, pero nunca al espíritu de sus fundadores. Quienes los fundaron pusieron en el embrión el ADN de un águila, o de un cóndor, como el del escudo del Ecuador. Y ese código genético se impone y nos obliga a hacer periodismo, a pesar de los mil embates de los poderes de todo tipo que intentan influir para ocultar la verdad que les incomoda. (O)

También se parecen los periodistas a los profesores en su investigación tenaz de la verdad y en su necesidad de compartirla. La única diferencia es que los periodistas lo hacemos contra reloj y publicamos en cuotas la verdad y la historia actual del mundo, mientras trabajamos arduamente para conseguirla. Los académicos, en cambio, la publican recién cuando han completado su investigación.