A los bebés varones se les enchufa un juguete masculino como el camión de bomberos, la metralleta de Rambo; las niñas reciben muñecas que hacen pis o lloran a moco tendido. ¿Será que pretenden desde siempre orientar nuestros instintos? ¿Será que la mujer tendrá que decir “¡mande!”, convertirse en geisha, mientras el hombre se volverá cazador, proveedor de alimentos, seductor de mujeres ajenas? Ella, sumisa y devota, no podrá siquiera coquetear sin de inmediato ser clasificada como prostituta.
El hombre es sensible a todo lo que puede perturbar su masculinidad. Durante muchos siglos, fuera de honrosas excepciones, se consideró como afeminado al hombre que tenía la osadía de ponerse un delantal. Ella debía cocinar para atenderlo a él. Poco a poco el macho aceptó encargarse de la parrillada, cosa de hombre, mientras el filet mignon podía revelar falta de testosterona; tenía que demostrar, a veces “manu militari”, que llevaba los pantalones y los testículos en su debido lugar, de ahí las palizas que recibía ella, las agresiones sexuales de todo tipo, la violación doméstica.
No es nuevo el asunto, el poeta Marcial hace más de dos mil años clamaba: “Quid quod habet testis Cecilius” y el senador aludido podía jactarse de tener las vergüenzas bien puestas. En el Congreso Nacional brotaron epítetos relacionados con el esperma aguado, meadas destinadas a marcar un territorio, alusiones a las criadillas de cualquier animal de matadero. Generalmente quienes atribuyen a otros el calificado de maricón no tienen afianzada su virilidad, necesitan usar el mecanismo de defensa que conocen los psiquiatras, atribuir a otros su propia inseguridad. Nacen los insultos, el dedo del medio se vuelve falo amenazador. Catón en la antigua Roma habla de “digitum medium monstrare ad hostem insultare”, lo que nosotros llamamos yuca con dedo. Dante hizo alusión al gesto obsceno en su Divina comedia, el guaso Rabelais se deleitó al evocarlo, Diógenes hizo aquella yuca a Demóstenes. En las tandas políticas se exaltan el eventual priapismo del candidato, el tamaño de sus pretensiones.
Muchos santos de la Iglesia fueron misóginos, basta con recordar las barrabasadas de San Agustín, de Tomás de Aquino (“La mujer fue creada después del pecado, de ahí sus limitaciones y sujeción al hombre”), o Tertuliano (“El cuerpo de la mujer es la puerta del infierno, es aún mejor la maldad del hombre que la bondad de la mujer”). Baudelaire fue condenado por Roma, llegaron las películas de Bertolucci, de Martin Scorsese, Salman Rushdie publicó sus Versos satánicos. Hasta Los miserables de Víctor Hugo fueron condenados. Felizmente podemos disfrutar leyendo el Diccionario secreto de Camilo José Cela, el Léxico sexual del ecuatorianísimo Hernán Rodríguez Castelo; ellos supieron devolver a los genitales de ambos sexos sus letras de nobleza.
Lo de Charlie Hebdo me recordó la frase de Robert Serrou: “La censura es el pecado de los poderes débiles”. Deploro que la prensa no haya tenido un espacio en los tiempos del Santo Oficio. Desafiar a los dioses sigue siendo una blasfemia, lo que hizo exclamar a Flaubert: “La muerte de Sócrates todavía pesa sobre el género humano”. (O)










