¿Les es familiar el nombre?

No. No es un hombre público. No tiene un cargo “importante”, ni asesora a alguien con esa condición; tampoco es una víctima o un mártir de los temas de la eterna coyuntura mediática. Julio es solamente Julio Uyaguari.

Aunque ya sabía de él, lo volví a abrazar esta semana en el sepelio de un amigo en común; una despedida muy dolorosa para él por todo lo compartido con quien fue su redentor, Patricio Sebastián.

Julito Uyaguari no tiene un nombre público, pero sí una historia inspiradora.

Proviene de lo que los expertos llaman “familia disfuncional”, detalle en el que no es necesario entrar. Llegó a una especie de casa de acogida donde le ofrecían guiarlo hacia la luz al final del túnel. Pagó con creces el precio que muchos debemos abonar para acceder a esa luz: estar sometido a la más profunda y solitaria oscuridad.

Patricio, el común amigo al que despedimos de la vida física, lo recibió y acogió en ese hogar sustituto, espacio que pretendía ser una respuesta social para los hijos de los “hogares disfuncionales”; hijos del abandono, de la desidia, de la indolencia.

Allí aprendió de solidaridad verdadera –con sus hermanos de calle, residentes de los puentes que retratan los turistas para anunciar que han estado en Cuenca– y de la solidaridad fingida –recibiendo “regalitos navideños” de manos de quienes lavan su conciencia desprendiéndose de lo que ya nos les sirve–. Filantropía, creo que la llaman.

También recibió calor humano. Comida caliente. Afectos de sus padres sustitutos. Aprendió de responsabilidad. De disciplina. De colaboración. De protección. Hasta que tomó las riendas de su vida y se fue a estudiar por su cuenta y riesgo.

Sus mecenas y protectores lo vieron crecer con sus estudios primarios; se sintieron orgullosos cuando fue bachiller y se congraciaron cuando Julio Uyaguari decidió ingresar a la Universidad Nacional de Educación (UNAE), una de las casas de educación superior con los más altos parámetros académicos de los que se dedican a la formación de educadores.

El intento por ser alguien, a pesar de no tener nada, lo mantiene en la brega por acceder a la universidad pública como un derecho.

Julio cambió muchas cosas, excepto su humildad. Su objetivo es ser maestro de muchos Julios más. Conoce el camino, y esa es su ventaja.

Cuando esta semana llegó al sepelio de su viejo tutor, repartió por igual abrazos, condolencias y esperanzas: haciendo un repaso de su vida, como si se tratara de una película en cámara rápida, vi a muchos Julios candidatos a ser rescatados de aquellas condiciones de vida difícil, no con medidas paternalistas o actitudes caritativas, sino con acciones justas.

Julio fue un consuelo para Patricio –también uno de los cientos de miles de víctimas del inolvidable e imperdonable feriado bancario– incluso luego de su partida: “su solo éxito es la recompensa de todo el esfuerzo puesto en esa cruzada”, dijo en su momento el tutor.

Los que están en la condición de Julio Uyaguari merecen un país de nuevas oportunidades; un país donde ojalá estos centros de acogida desaparezcan para siempre, porque ya no serán necesarios.

Donde por fin Julios –y Patricios– dejen de ser víctimas de las decisiones de otros. (O)