Ahora que ya no cultivo ritos religiosos, me da por la nostalgia de cuando lo hice. Pero caigo en el error –según uno de los doctos sacerdotes que circundaron mi juventud– de que la emotividad se cuele por los intersticios de la razón para mojar territorios que no deberían estar contaminados de emociones. “Al templo se va empujado por la fe y por el convencimiento”, me decía, y yo caía en contrición porque a mí me arrobaba la misa cantada con toda la sonoridad de un órgano con tos. Porque las figuras de los santos sufrientes me apretaban el corazón. Porque el fervor general tenía cuerpos y voces humanos evidentes, con elocuencia.

Y allí estaba, con luchas interiores, pero atrapada en el éxtasis estético de frecuentar una dramaturgia que, a pesar de ser repetida, siempre me entregaba algo nuevo. Por eso siempre me gustaron los templos, su abierta disposición al acogimiento del devoto –o meramente curioso, que ya adentro se desconoce la motivación de la visita–, sus naves triplicadas y sus pequeños altares de culto específico. Detenerse frente a cada uno no exigía un comportamiento especial, solo levantar los ojos y escrutar los rostros de yeso, leer las lacónicas placas de identificación.

Me moví entre dos templos equidistantes de mi casa. Uno de ellos, elegante y espacioso, era el preferido de mi madre: allí se apreciaban ciertos signos de comodidad como reclinatorios con almohadillas, como un sistema de audio bien calibrado que traía impolutas las palabras del predicador a nuestros oídos. Pero mi preferido era el otro un poquito más cercano, al que acudía con una amiga tan en búsqueda de explicaciones religiosas como yo, porque nos colábamos a veces a la sacristía y le hacíamos preguntas a un modesto curita que se agriaba cuando las interrogaciones le parecían excesivas. Esa “iglesia” (yo sé que la palabra no es la apropiada, pero es la que seguimos usando para referirnos a los templos) es la de mi evocación, la que atrae mi mirada cuando cruzo al frente de ella todavía.

Acepto que los sermones siempre me han impacientado. Que ese discurso al albedrío del predicador, que integra muchas veces mucho más que enseñanza –crítica política, rechazo a conductas sociales, peticiones de ayudas – y que no busca el diálogo con los feligreses sino que impone una versión de las cosas, me parece desequilibrado. (Algunos tenemos en la grata memoria a determinados oficiantes que sí han propuesto el intercambio con la comunidad). Sin embargo, la oratoria religiosa tiene puesto en la historia y ha dado productos notables. Pero ese arrebato de sabiduría no ha sido para cada domingo.

Mi iglesita de barrio no tenía a un orador fogoso e iluminado. A ratos el chillido del micrófono le cortaba la voz. O un chiquillo se ponía a llorar a todo pulmón e interfería con la interpretación de los cinco panes y los dos peces que no se apartaba un punto del Evangelio, como mera paráfrasis. Los asistentes nos conocíamos porque éramos vecinos o porque nos encontrábamos cada domingo. Y en la conciencia se nos regaba la satisfacción del deber cumplido.

Un parque lleno de luz acogía el paseo posterior de los devotos. (O)