En Relatos Salvajes, el director y guionista argentino Damián Szifrón pinta un provocador e hiperbólico mural de la sociedad argentina actual, su cultura y sus instituciones. Cualquier semejanza de aquellos seis relatos, sus personajes y sus situaciones con aquello que casi todos los ecuatorianos hemos experimentado alguna vez o vivimos cada día, no es intencional pero tampoco es insignificante. Tampoco es casualidad si los compatriotas que vieron la película se sintieron identificados con algún personaje y sus decisiones, al menos en la fantasía. La cinta, seleccionada por la Argentina para representarla en Cannes y en los Óscar 2015, constituye un retrato salvaje de nuestras sociedades donde la palabra y la ley han perdido su valor, y donde la violencia vindicativa aparece como alternativa.
Jacques Lacan decía que cuando la palabra claudica, empieza la violencia. Esa claudicación empieza antes del silencio o de las agresiones físicas; empieza cuando la palabra pierde todo valor como fundamento de la verdad y se convierte en puro blablá para seducir, agredir, engañar, excluir, difamar, dominar, extorsionar, intimidar o ganar elecciones. Es lo que experimentan todos los personajes del filme en el punto de su quiebre, como el “ingeniero Bombita” que se siente impotente al verificar que sus legítimas explicaciones interesan un comino a los funcionarios municipales, que se esconden detrás del reglamento y “la ley” para disimular su pereza, corrupción y falta de criterio. ¿Qué ecuatoriano no ha sentido una frustración semejante alguna vez en su vida, ante la omnipotencia de algún funcionario de un banco, la grosera dependiente de un almacén, o un burócrata de tercera en cualquier institución pública? Ante el fracaso de la palabra, la única salida parece hacer saltar la institución, expresión que pierde carácter metafórico para convertirse en pasaje al acto.
Con refinado, judío y muy porteño humor negro, Szifrón despliega el catálogo de las infecciones sociales que argentinos y ecuatorianos compartimos sin antibiótico ni vacuna: la corrupción en primer lugar, y luego el machismo, la estupidez de los automovilistas, la celebración del descontrol, la podredumbre judicial en cascada, la demagogia, la indefensión ciudadana frente al Estado voraz, el matriarcado que niega al papá divorciado el derecho de ejercer paternidad, el acoso escolar, la arrogancia académica, los delincuentes abogados, los venales funcionarios públicos, las desigualdades económicas de las que ricos y pobres sacan provecho a la manera de cada uno, la monogamia como ideal, el adulterio como verdad, el amarillismo de algunos medios privados y oficiales que destruyen reputaciones, las redes sociales como último y amenazado reducto de la auténtica voz ciudadana, y la gangrena institucionalizada que corroe los fundamentos de nuestras naciones.
Si la función judicial es la que supuestamente mejor encarna la consistencia de la ley y el valor de la palabra dentro de un país, las seis historias relatadas por Szifrón evidencian el fracaso de esa función en países como los nuestros. El pasaje al acto violento no es solamente una convulsión que da cuenta del descontrol episódico de un sujeto aislado; es el testimonio del colapso de aquello que debería fundar el lazo social civilizado entre los ciudadanos: nuestra confianza en las instituciones que deberían mediar como una instancia tercera en los conflictos entre dos sujetos.(O)