Repetir y repetir cualquier expresión hasta que se convierta en verdad es un consejo que viene de viejos tiempos. Nacida en el seno de las religiones, esa prédica pasó sin mayor problema a la política. Al fin y al cabo, esta última era una extensión de aquella (y, aunque parezca paradójico, vuelve a ser así en varias propuestas que se califican como expresiones del siglo XXI). En esa línea, repetir y repetir que por ser parte de la mayoría se está en el lado de la razón y de la verdad, ha dado sus frutos en nuestro medio. Lo comprueba, en una escala pequeña y obviamente sin significancia estadística, la mayor parte de mensajes enviados por los lectores de esta columna a lo largo del año pasado. Muchos de ellos consideran que las posiciones críticas o las discrepancias con la visión oficial son desvíos del camino correcto y, para trazar un círculo perfecto, este es correcto porque por allí va la mayoría.

Además de su carácter circular, ese pensamiento encierra una idea central que, a lo largo de la historia, ha llevado a la generalización de las más variadas formas de intolerancia y a la instauración de regímenes autoritarios. Esa idea central es la que reduce la democracia y el Estado de derecho al gobierno de la mayoría, olvidando que su contraparte indispensable es el respeto a las libertades y los derechos de las minorías. Un régimen que expresa la voluntad de la mayoría es democrático, por supuesto, pero deja de serlo si a la par pasa por encima de las minorías, si no reconoce la facultad de estas para expresarse, organizarse, oponerse a las decisiones de las autoridades y para manifestar, individual o grupalmente, su desacuerdo. La voluntad de la mayoría, generalmente expresada en elecciones, es indispensable, pero no es suficiente para calificar a un régimen como democrático. Por ello, quienes evalúan los regímenes democráticos ponen más atención en la calidad de los derechos que en la cantidad de votos. La situación de las minorías (sociales, políticas, lingüísticas, religiosas, sexuales, entre otras) es la medida adecuada.

Unida a su hermana gemela, que considera que el mundo está dividido entre buenos y malos, esta idea central constituye el mejor aliciente para la tentación totalitaria. Si una persona mira la realidad en blanco y negro y valora lo positivo y lo negativo por la dirección que toma la mayoría, más temprano que tarde estará dispuesta a apoyar un proyecto político excluyente y dictatorial. Solo es necesaria la aparición de una proclama, de una ideología o de un líder para entrar a formar parte de las huestes mayoritarias que históricamente han sustentado a esos proyectos. La obligación de decidir entre el nazismo y el estalinismo fue la peor expresión de esa realidad. No solo los políticos, sino también una gran cantidad de intelectuales y las personas comunes y corrientes sucumbieron a la terrible disyuntiva que significaba adscribirse a uno de los dos totalitarismos.

“Somos menos” podría ser un brindis refrescante al iniciar el año. (O)