Está en sus calles llenas de recovecos y dinteles ataviados de azulejos, en la tranquilidad envolvente del Duero y el Tajo, en la melódica tristeza del fado en sus mil y una formas, en ese espíritu que impulsó a los lusos a descubrir las rutas marinas del mundo entero para soñar con volver a casa. Portugal es la representación corporizada de esa nostalgia de lo que fue o nunca jamás sucedió, que se compendia en un conjuro hecho palabra: la intraducible saudade.
En pleno periodo poscrisis de 2008, en que el país tuvo que enfrentar una recesión de magnitudes inéditas y un draconiano salvataje in extremis, el espíritu que encarna la saudade traspasa cualquier noción filosófica, política o económica, hasta alcanzar una dimensión existencial como pocas veces se puede imaginar. Es como revivir el sueño que el imperio de ultramar pergeñó por siglos y que se fue derrumbando poco a poco, hasta dejar a los portugueses aferrados a la impronta de un pasado que se extravió para siempre. La versión posmoderna y comunitaria de esa historia se fraguó en las últimas tres décadas hasta naufragar en un colapso del que el país da cuenta por el aumento de la emigración, el decaimiento de las ciudades y un pesar que se siente como una densa niebla.
Es ahí donde el término saudade adquiere una connotación compleja y dura, que enrostra la tensión que experimenta un país habituado a tener, por esencia, esa añoranza existencial de sí mismo, pero que ahora debe enfrentarse con el entramado de una Unión Europea (UE) en la que la dimensión individual tiende inexorablemente a perderse, sobre todo ante el poder político y económico de los miembros del norte.
Porque el sentido de lo europeo trasciende las facilidades que la libre movilidad reditúa a los países receptores netos de turismo, que como Portugal, por la belleza sobrecogedora de Lisboa, Porto o Coímbra, parecieran estar repletos de visitantes del resto de la UE, en lo que supone un hálito necesario para la recuperación. Pero esto es superficial. La lateralidad muestra que en lo cotidiano el país sigue sumido en una crisis de la que le cuesta levantarse. Y que en el proceso de armar un panorama de recuperación, se cuestiona seriamente a sí mismo, poniendo en perspectiva su pasado, su presente y su futuro.
Este proceso necesario puede alcanzar derivas notables, sobre todo en la literatura, como en la novela As naves (Las naves), de Antonio Lobo Antunes. En ella, el probablemente mejor escritor portugués vivo vuelve a ese campo común de su narrativa que ha sido la transición desde la dictadura salazarista a la democracia bajo el paraguas de la UE, que coincide con el colapso de los remanentes de los enclaves portugueses en el mundo. La novela es una historia alucinante, en donde cada uno de quienes retornan a Lisboa son portugueses o criollos de lugares tan ignotos como Mozambique, Angola, Macao o Goa, portando sobre sí los nombres de los grandes marineros que descubrieron los caminos comerciales durante los siglos XVI y XVII.
Pero la suya es una vuelta en la que los puntos de partida y llegada se parecen por su precariedad. La historia en reversa no es una de gloria y de hitos históricos, sino de decadencia, pobreza, desmoralización y silencio. Los nombres de los navegantes portugueses que pululan en los monumentos y museos del país, y que están ahí para recordar la grandeza de lo que fue un imperio, son meros cascarones. Su grandeza fue apeada durante el gobierno de Salazar y ya no tuvo retorno en la modernidad democrática. La gracia del libro de Lobo Antunes es la de contar una historia que marca el sino portugués de decadencia y retorno, usando nombres cuya luminosidad es solo un registro pasado y de museo.
Desacralizar y mirar con una crítica ironía a la historia, personal y de conjunto, tiene la gracia de permitir repensarse con altura de miras. El ejercicio es vital y urgente. En especial cuando la sensación térmica de Europa, en general, y de países como Portugal, en particular, apunta a muchas direcciones sin una idea clara. Y demasiadas interrogantes. La saudade de perderse a sí mismo puede hacer mucho más dolorosa esa carga emocional que marca, como a los grandes marineros y a sus descendientes, el sino del espíritu portugués.
La lateralidad muestra que en lo cotidiano el país sigue sumido en una crisis de la que le cuesta levantarse.