En medio de la incertidumbre (¿o total certidumbre?) respecto de la decisión de la Corte Constitucional sobre la reelección indefinida, hago referencia a los planes cercanos de José Mujica, el presidente uruguayo que dejará su cargo en los próximos meses, quien ha expresado públicamente que no le preocupa en lo más mínimo la retirada de la casa de gobierno y que aparte de eso, tiene la intención de adoptar a unos 30 o 40 chicos de bajos recursos, montando adicionalmente una escuela de oficios agrarios en la chacra donde vive junto a su mujer.
Hay un detalle importante adicional: no es que el presidente uruguayo le esté dando las espaldas a la política y a su afán de servicio a su pueblo, toda vez que en las recientes elecciones se postuló por una banca en el Senado, más allá de la difícil composición parlamentaria del próximo congreso de ese país. El punto es que a Mujica no se le pasó por la cabeza la posibilidad de una reelección, mucho menos indefinida, a la cual calificó como un “acto monárquico”, sino más bien la ilusión de volver a lo “suyo”, a lo cotidiano de su vida sencilla, rutinaria, sin complicaciones. Para este extupamaro, el concepto del ejercicio del poder incorpora por naturaleza la alternabilidad, sin perjuicio de reconocer el peso inherente a la responsabilidad del cargo presidencial; por eso cuando promete que llevará a los chicos de bajos recursos a vivir a su humilde casa, señala que lo hará “cuando me saque este sayo que me pesa”.
Pregunto: ¿qué elemento diferenciador determina que unos gobernantes deseen retornar con grandes expectativas a su vida privada sin la añoranza del poder, mientras que otros aspiren con intensidad la continuidad en el mismo, sin tregua ni respiro? Creo que en realidad el análisis resiste cualquier sugerencia ideológica, toda vez que existen varios ejemplos en el escenario político que demuestran que el gusto y la necesidad de dejar o mantener el poder no son patrimonios de una ideología determinada; al contrario, es posible determinar que el aferramiento al poder, más allá de circunstancias coyunturales, como por ejemplo la posibilidad de que una fuerza política contraria llegue o retome la dirección de un país, se encuentra ligado básicamente a la personalidad y temperamento del gobernante, con toda la carga interior que esa circunstancia presupone.
Es por eso que resulta refrescante, por decir lo menos, el ejemplo del presidente uruguayo quien en el fondo nos da una lección formidable al reconocer cuán prescindible es un ser humano en el servicio del poder. Por eso al hablar del sayo, del vestido que le pesa, lo que recuerda es el destino natural del político de volver a sus raíces, es decir, de despojarse del sayo que de tanto usar, no solo pesa sino que también agobia.