Las revoluciones siempre patentaron prácticas políticas propias para asegurar su continuidad. Una de las más innovadoras y caras al poder por su utilidad es la de los funcionarios “wash & wear”, aparecida en la segunda mitad del siglo XX después de aquella invención revolucionaria en la industria textil. Originalmente, el sintagma inglés “lava y pon” designa esas prendas de vestir que por su tejido no requieren planchado: solo hay que lavar, secar y volver a usar enseguida. Adicionalmente, el término alude al personaje de aquel obrero manipulado por su patrono Mostachón, en ese entremés clásico del dueto cómico Los Polivoces en la televisión mexicana de los años 60.

El uso cada vez más extenso de funcionarios “wash & wear” es consecuente con los tiempos de todas las revoluciones actuales. En la posmodernidad ya no hay tiempo para someter a los funcionarios aprovechables aunque pensantes o ineficaces a las largas “rehabilitaciones” que se practicaban en el posestalinismo soviético. O a las tediosas “reeducaciones” de la China maoísta. O a los “tratamientos” prolongados como el que sufre Winston Smith en la novela 1984 de George Orwell, escrita cuando las prendas de nailon recién aparecían. Porque, como decía el comediante francés Louis de Funès, las revoluciones son como las bicicletas: si se detienen, se caen.

Entonces, ya no hay tiempo para detenerse a pensar, a evaluar y a resignificar. Hay que subirse al pedaleo perpetuo, donde una invitación a parar y reflexionar se interpreta como un intento de golpe de Estado extrablando. Allí tienen utilidad los funcionarios “wash & wear”: si alguno se quema en su puesto o hace quedar mal, todavía puede reusarse si es razonablemente listo, leal y obediente. Se lo retira del cargo humillándolo un poquito para que el público se lo crea, se lo pone en remojo, se lo enjuaga, se lo deja colgado media hora, y ya está listo para reutilizarse en otro escritorio, edificio, ciudad o país inclusive. Lo esencial es la aptitud para cumplir órdenes. Cualquiera diría que solamente los más tontos y menos ilustrados se prestan para este manoseo ¡Nada que ver! Entre estos servidores encontramos académicos que escriben libros, dan conferencias y enseñan teorías políticas en maestrías y doctorados.

Entonces, la disposición para servirle de sudadera al poder no se relaciona con la inteligencia, la moral, la dignidad o la supuesta consistencia ideológica. Solamente se deriva del inconmensurable goce que a estos funcionarios les aporta servir al poder y de su esperanza ingenua de que este se deje compartir. Si pretenden pasar por inteligentes evitando confesar su goce, repetirán ante otros los argumentos mistificadores con los que el poder les convenció para que sigan sirviendo a la revolución, que no es lo mismo que el país. Aquellos funcionarios que sientan vértigo o requieran planchado probablemente se bajarán de la bicicleta. Lo más común es que lo hagan por su propio narcisismo antes que por convicción ética. Entonces devienen “disidentes” y están condenados a deambular por allí dedicados a la Academia, intentando sin éxito formar otros partidos, flirteando con los opositores, concediendo entrevistas del tipo “yo sí les dije” a los medios no oficiales que lo soliciten, y/o trabajando donde les dejen.