Mi abuelo paterno, Miguel, de estatura mediana, pelos rizados y piel más blanca que cobriza, era una especie de alquimista andino. En su casa de tapial y teja, en el sector Chimbaloma de la comunidad de Agato, a unos 10 kilómetros de la ciudad de Otavalo, se dedicaba a la tejeduría, agricultura, trueque, comercio, escultura, espiritualidad, también a la cura de lesiones, torceduras y un sinfín de cosas. Además de inventor, tenía una serie de artefactos extraños, entre ellos, piedras brillantes que, según él, eran con las que jugaron la “chunkana” los “montes”, entre ellos el tayta Imbabura y el Yana Urku. Interpretaba los sueños y “leía” las velas, para echar vistazo más allá de la realidad perceptible.

Conocía fábulas e historias inimaginables, que nos recreaba junto a la tullpa, mientras mi abuela Josefina hervía la sopa de coles con papas para la cena. Cuando habré tenido unos 8 años, del tronco de un árbol sacó un vistoso caballito de madera, en que los chicos nos entreteníamos las apacibles tardes de verano andino. Como buen sabedor de la espiritualidad, tenía en su casa un cráneo, no uno cualquiera, sino de un pariente mismo, fallecido hace ya mucho. Aseguraba que su espíritu estaba presente y que se manifestaba de distintas formas, algunas veces en los sueños y otras en directo, a lanzar piedrecitas, silbar o hasta hablar en ciertas ocasiones. El motivo principal para que este resto sagrado esté en la casa era el de cuidar el domicilio ante los ladrones, que eran tan “célebres” como los de ahora.

Recuerdo como si fuese ayer aquella apacible vida campestre, ya hace como unas cuatro décadas, cuando ni siquiera la electricidad había llegado a nuestras casas y la oscuridad de la noche solo era iluminada por débiles lámparas de queroseno, la madre luna o las juguetonas luciérnagas; en medio de maizales de tallos enormes por doquier, que nos daba la impresión de estar en la “sacha”, la selva de los “yungas”. Cuando la vivencia comunitaria y del “ayllu” era realmente transparente. Cuando nuestros padres tenían que partir a travesías temerarias, hacia lugares lejanos y desconocidos en busca del “sumak kawsay”, la “búsqueda de la vida”.

Tristemente Miguel enviudó relativamente joven, después de hacer su vida solo por un tiempo se mudó a vivir con nosotros. Ya cerca de su ocaso, se convenció de que había tenido una revelación: que bajo las ruinas de su casa –que estaba sobre una tola– existía un tesoro ancestral muy valioso; no éramos quién para contradecir sus conocimientos y sabiduría. Por un tiempo se dedicó completamente a la labor de excavar, ante la extrañeza de sus hijos y nietos. Al no haber acumulado riqueza alguna, la idea de él era dejarnos algún legado material. Hace ya tantos años que partió a su mundo espiritual y hoy siento una extraña melancolía al recordar su figura partir en el alba, su pantalón corto y blanco, su poncho azul extendido y su inseparable maleta de sábana blanca, ese era mi abuelo, el tayta José Miguel Amaguaña Cachiguango.