El sueño se parece a la muerte, lo han confirmado los poetas en sus innúmeras imágenes. Del primero damos cuenta en el despertar, que es un regreso de un mundo poblado de lo extraordinario, por eso tan lleno de novedades que algunos lo prefieren al orbe real donde nos espera muchas veces el rostro gris de la rutina. La muerte solo es buena cuando cierra una etapa de sufrimiento supremo, precio demasiado alto para constatar el hecho de estar vivo. Por eso vale la interrogación shakesperiana: ¿optar entre sufrir el rigor de la fortuna impía o rebelarse contra un mar de desdichas?
Como siempre, la literatura nos regala los asideros adecuados a las preocupaciones que nos rondan en la cabeza en estos tiempos aciagos. La semana pasada las redes sociales nos presionaban contra las cuerdas de dos realidades completamente antagónicas (que hoy, con más serenidad no nos parecen tan distantes): las euforias del Mundial de Fútbol y las noticias de los bombardeos en la Franja de Gaza, de tal manera que seguir la primera ponía algún aguijón de inquietud por aquello de soslayar en nuestra atención, asuntos de humanitaria envergadura.
En días recentísimos tenemos mayores evidencias del atroz culto a la muerte del mundo que habitamos. Las luchas de contrarios (jamás aprenderemos a vivir con los diferentes por mucho que pregonemos las políticas de proximidad e inclusión) se han agudizado: los alemanes llegaron triunfales a la puerta de Brandemburgo, en Berlín, e hicieron mofa de los derrotados argentinos (el análisis de la colega de página Margarita Borja no puede ser más certero), derribando las ilusorias ideas de que el deporte une y que lo importante es participar y no ganar. La guerra entre israelitas y palestinos ha pasado a la pavorosa etapa del ataque terrestre y pocos son los países que alzan su voz de auténtico rechazo a lo que está ocurriendo. Un avión malasio con 298 pasajeros ha sido derribado por un misil que podría provenir de las luchas entre el gobierno de Ucrania y sus opositores prorrusos.
En cada caso hay una historia de luchas. Y los resultados siempre van al amplio territorio de la muerte. Al de la muerte simbólica, en caso de cualquier clase de derrota, agigantada según las reacciones de los implicados en el enfrentamiento. Las hazañas deportivas, tan admiradas como muestras de cuánta fuerza, destreza, disciplina y capacidades especiales pueden alcanzar sus ejecutores, esconden rivalidades y odios que separan a los pueblos. ¿Quedaron sepultados momentáneamente los brasileños y los argentinos perdedores, afloraron sentimientos de pequeñez, de vergüenza, de subestimación colectivos? ¿Y la cultura alemana permitió la salida a su proverbial complejo de superioridad?
La muerte real, aquella que destroza a distancia por decisiones tomadas sobre escritorios, de parte de hombres de saco y corbata, que se sostiene sobre tradiciones y creencias primitivas edulcoradas con toda clase de capas ideológicas, es la que muestra su rostro implacable. ¿Derecho para defenderse o derecho para atacar? ¿Capítulo nuevo a una cadena de agresiones que en algún momento usaron los diferentes nombres de Dios?
Por eso vuelvo al Hamlet desesperado que se pregunta: “Quién querría sufrir del tiempo el implacable azote, del fuerte la injusticia, del soberbio el áspero desdén, las amarguras del amor despreciado… ¿quién querría seguir cargando en la cansada vida su fardo abrumador?”. Para pensar.