Después de la barbarie de las dos guerras mundiales del siglo pasado, emergieron nuevas potencias mundiales, plenamente identificadas en términos ideológicos, como Estados Unidos y la antigua URSS. La geopolítica estaba marcada por estos dos intereses, la una enarbolando la bandera de la libertad, la democracia liberal y la libre circulación de capitales; por otro lado, el bloque marxista alzando la bandera de la justicia social, el colectivismo y el discurso de un “hombre nuevo”, de una nueva sociedad. Este enfrentamiento ideológico cobró millones de vidas a escala global. Es conocido que en política se hace cualquier tipo de barbaridad y experimentos sociológicos a nombre del pueblo, a nombre del bien común; líderes e iluminados han trazado sus visiones personalistas, de cómo se debe estructurar políticamente una sociedad, por encima de preceptos universales que configuran claramente la naturaleza humana.

El orden mundial o el statu quo global, basado en la libertad y el capitalismo, dista mucho de ser justo y democrático, por ejemplo, es conocido el papel que desempeñan las grandes corporaciones en la política de las superpotencias. El 1% de la población mundial acapara la mitad de la riqueza a escala planetaria. Con tantas necesidades, el mundo gasta 1,8 billones de dólares al año en armamento. Esto realmente es una locura, cuando existen niños muriéndose de hambre y enfermedades por todas partes. Definitivamente esto no se acerca al ideal de justicia que tiene la humanidad. Por otro lado, al unísono consigna revolucionaria, tendiente a remediar estas injusticias en el mundo, se ha planteado la antítesis ideológica basada en teorías contrapuestas al modelo liberal de la democracia occidental, que como se ha podido comprobar, resultó un remedio peor que la enfermedad. No se duda de las buenas intenciones que hubo, desde los inicios mismos del marxismo, por cambiar ese orden mundial que pone al capital por encima del ser humano. Pero el sendero trazado por el espíritu revolucionario no era el correcto, se contraponía a la naturaleza del espíritu humano; la dignidad, el libre albedrío y la individualidad se sintieron afectados, y en consecuencia el bloque socialista cayó estrepitosa y simbólicamente con la demolición del Muro de Berlín en 1989.

Recuerdos de los experimentos revolucionarios de la época de la guerra fría sobran, como el caso de Camboya, que en la segunda mitad de la década del 70, bajo el dominio de los Jemeres rojos con Pol Pot a la cabeza, murieron cerca de dos millones de personas en el denominado genocidio camboyano. Época en la que el hecho de vivir en una ciudad le convertía a un ciudadano en un potencial peligro para el Estado; se dice que incluso el uso del pronombre personal yo, fue prohibido en pro de un colectivismo demencial. Los horrores de la guerra y las posturas ideológicas intrascendentes siguen al orden del día en distintas regiones del mundo, como en el caso palestino-israelí. Tomar partido por uno u otro bando, por ejemplo, en este conflicto no debería ser una actitud tan sensata, más aún siendo un funcionario público de alto nivel, tan cuestionables son los métodos del sionismo como del radicalismo islamista.