No encuentro ninguna razón por la cual uno deba sentirse orgulloso de ser ecuatoriano. Ni alemán. Ni ruso ni chino ni chileno ni estadounidense, letón o ucraniano. Cuando era niña, me sentí “muy orgullosa de mí misma” (léase vanidosa, superior al resto de niños) el día en que me sobrepuse a mi miedo al agua y me entregué a las posibilidades de su densidad y transparencia. Semanas más tarde aprendí a nadar.

Comprendo que una madre crea sentirse “orgullosa” de su hijo porque se considera coautora de sus logros (en lugar de maltratarlo lo educó con cariño). Pero incluso ese orgullo debería tener límites: el éxito de nuestros hijos se debe solo parcialmente a sus padres. Uno puede alegrarse por haber alcanzado una meta, lo cual no significa que debamos sentirnos “orgullosos”. El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española da en el clavo al definir el “orgullo” así: “Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas” (me encanta el “disimulable”, los académicos resultan a veces todos unos poetas y sabios).

El orgullo es una forma de valoración narcisista de uno mismo de acuerdo a ciertos estándares. El orgullo nos catapulta de simples mortales a seres socialmente trascendentes. El orgullo no representa una alegría íntima (sencilla, pura y generosa) sino que nos sirve para exhibirnos frente a otros. Es una medida para compararnos. Mirándolo así, me resulta inconcebible que uno se vea obligado a sentirse orgulloso de ser ecuatoriano o francés, como si ese simple hecho nos dotara de un valor adicional en comparación a aquellos que por defecto no son ecuatorianos o franceses. Si me declaro orgullosa de llevar cierto apellido, significa que considero que ese apellido conlleva una serie de méritos heredables. Como si uno debiera enorgullecerse por poseer algo que no le costó nada obtener y que no, no es transferible. ¿Qué hizo cada uno de nosotros para nacer en un país, y no en otro, para pertenecer a una familia, y no a otra?

La palabrería nacionalista nos ha llenado la cabeza de falsedades. No es cierto que solo el que se siente “orgulloso” de ser ecuatoriano ame a su país. O de que el quiteño o guayaquileño “orgulloso” sea un representante ideal de su ciudad. Todo lo contrario. El verdadero amor es soberano y huye de la arrogancia; está ahí aunque nos dé vergüenza nuestra ciudad, aunque hubiéramos preferido nacer en Katmandú y llevar un apellido como Schleiermacher (hacedor de velos). El verdadero amor está justamente en eso, en la resignación. Ciertamente, si amamos a nuestro país lo cuidaremos más, estaremos más inclinados a hacer algo por el bienestar colectivo y no solo individual. Pero entre amar y sentirnos orgullosos hay un enorme abismo. El orgullo, así como la honra, son categorías de un pensamiento militarista al que ya debería llegarle el juicio final y la condenación eterna. El que se siente “orgulloso” de su país está a un paso de tomar las armas para defenderlo, porque los otros “¡merecen morir!”.

Somos ciudadanos del mundo, lo ideal sería que amemos al mundo. Ni siquiera por ser humanos tendríamos que enorgullecernos, pues eso indicaría que nos sentimos superiores a una gaviota o a un atardecer, a un rubí que reposa oculto en la mina más profunda o a una laguna de obsidiana en lo alto del páramo. Somos seres del mundo, del mundo visible tanto como del universo invisible y trascendente.

Por eso me pregunto por qué seguimos identificándonos tan mezquinamente con ciertas categorías como la de pertenecer a un grupo de gentes nacidas en un mismo territorio. La identificación con la familia se comprende por el amor, las experiencias compartidas, el material genético promiscuamente reciclado generación tras generación (de hecho, uno debería sentir algo parecido al horror frente a sus familiares –lo cual no quiere decir que no podamos quererlos–, pues eso de ver en nuestros ojos sus ojos, en nuestras manos las suyas, las mismas enfermedades y obsesiones, repetirse en un círculo vicioso, tiene algo de aterrador y opresivo).

Cuando los nacionalsocialistas alemanes ocuparon Praga el 15 de marzo de 1939, aquellos ciudadanos orgullosos de ser alemanes residentes en Praga pudieron al fin dar rienda suelta a su orgullo. Llevaban años preparándose para el gran día, reuniéndose en organizaciones alemanes-nacionalistas. Y sin embargo, de vez en cuando (y qué tan diferentes hubieran sido las cosas si no hubiese sucedido solo de vez en cuando sino “casi siempre”), a su invitación para reunirse con otros “de su tipo”, recibían la siguiente respuesta: ¿Por qué tengo yo que reunirme con esos individuos? ¿Porque da la casualidad de que nací de padres alemanes, resulta que debo reunirme una vez por semana con gente con la que quizá no tengo absolutamente nada en común salvo ese capricho del destino?

Hace dos semanas me reuní con algunos ecuatorianos residentes en Leipzig. Algunos eran divertidos, incluso brillantes (como el diseñador de modas Agustín Molina). Otros me resultaban francamente indiferentes. Lo cierto es que hubiera sacado el mismo provecho de una reunión con los habitantes de mi calle, con el gremio de zapateros de Leipzig o de libreros de Moscú, solo que en lugar de hablar de la fanesca y el Consulado del Ecuador en Berlín hubiéramos conversado (en esperanto) sobre la vecina del 13, los zapatos del siglo XVII o los diversos lectores de Dostoyevski, temas todos que me entusiasman al menos tanto como la fanesca. Y la gente, pues bueno, la gente es gente, aquí y allá, ayer y hoy: libre o reprimida, brillante u opaca, osada o temerosa, risueña o malhumorada, generosa o mezquina, valiosa o envidiosa.

La palabrería nacionalista nos ha llenado la cabeza de falsedades. No es cierto que solo el que se siente “orgulloso” de ser ecuatoriano ame a su país. O de que el quiteño o guayaquileño “orgulloso” sea un representante ideal de su ciudad. Todo lo contrario.