Estamos en medio de un cambio asombroso en cómo los estadounidenses ven al mundo y al papel que su propio país tiene en él. Por primera vez en medio siglo, la mayoría de los estadounidenses dice que Estados Unidos debería participar menos en los asuntos mundiales, con base en la encuesta de opinión más reciente del Centro Pew de Investigación. Por primera vez en la historia registrada, una mayoría de estadounidenses cree que su país tiene una influencia en declive en lo que está pasando en todo el globo. Una ligera mayoría de estadounidenses dice ahora que su país hace demasiado por resolver los problemas mundiales.
A primera vista pareciera aislacionismo. Después del agotamiento por Irak y Afganistán, y en medio del persistente estancamiento económico, los estadounidenses están centrando la atención más en ellos mismos.
Sin embargo, si realmente se analizan los datos se verá que no es el caso. Estados Unidos no se está enfocando hacia adentro en lo económico. Más de tres cuartos de los estadounidenses creen que el país debería integrarse económicamente más con el mundo, según Pew.
Estados Unidos no se está centrando en sí mismo culturalmente. Grandes mayorías abrazan la globalización de la cultura y la internacionalización de universidades y centros de trabajo. Los estadounidenses ni siquiera se están enfocando hacia adentro cuando se trata de activismo. Tienen confianza enorme en los esfuerzos personalizados de par a par para promover la democracia, los derechos humanos y el desarrollo.
Lo que está pasando se puede describir con mayor precisión así: los estadounidenses perdieron la fe en la alta política de los asuntos mundiales. Perdieron la fe en la idea de que las instituciones políticas y militares estadounidenses pueden hacer mucho para darle forma al mundo. La opinión estadounidense está marcada por un asombroso sentido de la limitación; de que existen graves restricciones a lo que se puede hacer con esfuerzos políticos y militares.
Demócratas y republicanos por igual comparten este sentido de los límites, muestran las encuestas. Ha habido un clamor sorprendentemente reducido en contra de los propuestos recortes a la defensa, lo cual reduciría el tamaño del Ejército estadounidense a sus niveles más bajos desde 1940. Ello se debe a que la gente ya no está segura de que se pueda conseguir mucho con el poderío militar.
Estos cambios no solo son resultado de la desilusión pos-Irak, o cualquier cosa que haya hecho el gobierno de Obama. El cambio en los valores en la política exterior es un derivado de uno cultural más profundo y más amplio.
Los veteranos de la Segunda Guerra Mundial regresaron a la vida civil con una fe básica en las grandes unidades; en los grandes ejércitos, corporaciones y sindicatos. Tendían a abrazar un estilo jerárquico de liderazgo.
La guerra fría fue una competición entre estados nación claramente definidos. Los líderes estadounidenses al mando crearon un orden internacional liberal. Preservaron ese orden con flotillas que rondaban los mares, ejércitos estacionados por todo el mundo y habilidad diplomática.
En las décadas siguientes se erosionó esa fe en las grandes unidades; en todas las esferas de la vida. Se han nivelado las jerarquías administrativas. Ahora es más factible que la gente crea que a esa historia la impulsan personas que se reúnen en plazas y no que viene de arriba hacia abajo. El orden liberal no es un sistema único, organizado y defendido por la fortaleza militar estadounidense; es una red espontánea de contactos directos, de persona a persona, que fluye por las arterias de internet.
El poder real en el mundo no es militar ni político. Es el poder de los individuos para retirar su consentimiento, en una era de mercados globales y medios mundiales; el poder del Estado y el tanque, se piensa, puede palidecer ante el poder de multitudes de individuos.
Se trata de los asuntos mundiales sin cabeza. Los dirigentes políticos no están al frente de la historia; el poder real está en la muchedumbre. La doctrina resultante no es, desde luego, el reaganismo, la creencia en que Estados Unidos debería usar su poder para derrotar a la tiranía y promover la democracia. No es kantiana, ni una creencia en que la ley internacional debería gobernar al mundo. Ni siquiera es realismo –la creencia en que los diplomáticos deberían jugar complicados partidos de ajedrez para equilibrar el poder y hacer avanzar el interés nacional–. Es una creencia radical en que la naturaleza del poder –de dónde proviene y cómo se puede usar– ha cambiado fundamentalmente, y la gente en las grandes oficinas no lo entiende.
Es francamente ingenuo creer que los problemas del mundo se pueden conquistar mediante la cooperación sin conflictos y que, sencillamente, no se pueden encarar las amenazas a la civilización, ya sea en la forma de Putin o de Irán. Es la creencia utópica de que son opcionales la política y el conflicto.
Salta un conjunto de números entre los datos. Se ha preguntado a los estadounidenses durante décadas si creen que es posible confiar en la mayoría de las personas. El 40% de la generación de la posguerra cree que se puede confiar en la mayoría de la gente. Sin embargo, solo el 19% de la generación del milenio cree eso; se trata de una generación plenamente globalizada y enlazada, con niveles bajos, sin precedentes, de confianza social.
Vivimos en un país en el que muchas personas actúan como si la historia no tuviera dirigentes. Los acontecimientos surgen en forma espontánea de abajo hacia arriba. Es muy difícil dirigir y convocar a una sociedad así. La puede gobernar solo alguien que despierte una intensa lealtad moral, y hasta eso puede resultar fugaz.
El poder real en el mundo no es militar ni político. Es el poder de los individuos para retirar su consentimiento, en una era de mercados globales y medios mundiales; el poder del Estado y el tanque, se piensa, puede palidecer ante el poder de multitudes de individuos.
© 2014 New York Times News Service.










