Con frecuencia olvidamos que el mundo y sus avatares están dando vueltas sin cesar. Pero la literatura es un arte de la memoria que puede traer sucesos pasados que se actualizan de manera impresionante. La novela Plegaria por un papa envenenado (Bogotá, Tusquets, 2014), del colombiano Evelio Rosero, es un ejemplo reciente del inacabable don de la palabra artística. En 1962, Albino Luciani –el futuro papa Juan Pablo I– era obispo del Véneto y supo que dos sacerdotes habían estafado a modestos ahorristas de la comarca. En lugar de otorgar inmunidad eclesiástica a esos curas, aprovechó la oportunidad para hablar frontalmente sobre el caso.

Dijo: “Quiero que este escándalo nos sirva a todos de lección, y que esta lección consista en que entendamos que la Iglesia tiene que ser una Iglesia pobre. Tengo la intención de poner a la venta el tesoro eclesiástico y de rematar una de nuestras fincas urbanas. El dinero que se obtenga lo emplearemos en devolver hasta la última lira de la deuda que tienen estos dos sacerdotes”. Desde novicio, Luciani cultivó una gran afición por las letras –sus autores preferidos eran Twain, Verne, Manzoni, Dickens, Chesterton, Goethe, Scott, Petrarca– y luego mantuvo una columna en los diarios en la que les escribía a esos y a otros autores y personajes.

En la segunda gran guerra, Luciani escondió a miembros de la resistencia. Como Patriarca de Venecia se definió como “un pobre hombre acostumbrado a las pequeñas cosas y al silencio”. El día de su entronización, en 1978, decidió ir a pie en la procesión, igual que los demás obispos; rechazó la silla y la corona papales; llamaba “hermanos” a los fieles en vez de “hijos”. Ya elegido papa, prefirió ser calificado de pastor espiritual antes que de sumo pontífice. Habló para los pobres en el Tercer Mundo: “La Iglesia debe evitar el interés materialista y dedicar una parte de sus recursos a causas más humanitarias”.

El Vaticano informó que Luciani murió de un infarto de miocardio por una sobredosis de la medicina que tomaba para controlar la presión arterial baja; sin embargo, jamás hubo autopsia. Hoy conocemos –gracias a las investigaciones periodísticas de David A. Yallop, minuciosamente documentadas en En nombre de Dios– que la noche de su muerte el papa sonriente había firmado destituciones radicales con el propósito de purificar la Iglesia, y que fue envenenado. Su sucesor, el polaco Karol Wojtyla, era el hombre que la Curia deseaba y que los poderes financieros, religiosos y políticos del Vaticano querían.

Luciani estuvo abierto a discutir sobre el celibato sacerdotal, el control de la natalidad, el aborto, el divorcio y el sacerdocio de las mujeres. Causó revuelo cuando señaló que Dios era “más Madre que Padre”. Comentó que en el Palacio Apostólico no había ni buen café ni nadie que dijera la verdad. Quería descentralizar la estructura vaticana, “fomentar el espíritu evangélico, rechazar el autoritarismo, unir a los cristianos y mejorar los lazos existentes con judíos, musulmanes y pueblos de otras religiones”. La novela de Rosero destaca que el periódico oficial L’Osservatore Romano se negó varias veces a imprimir sus declaraciones en los 33 días que duró su pontificado.