¿Qué tendremos en común los miembros de la fauna literaria?, me ha dado por preguntarme, a partir de la repetida experiencia de leer un libro primero y conocer después a su autor, y experimentar la aguda sensación de que somos seres muy próximos. No sublimo el asunto. Ha habido excepciones a esta operación de la psiquis, misteriosa como muchas de ellas.

Vengo de leer la mitad de la novela (imposible disimular un dato como ese) Los años perdidos, de Juan Pablo Castro Rodas, antes de conversar con él frente a un grupo de gente en uno de esos llamados conversatorios. Parecía que el tiempo no estaba para ponerse serios y hablar de libros por la agitación poselectoral y precarnavalesca de recientes días. Pero acepté la visita creyendo que siempre es tiempo adecuado para conversar sobre publicaciones, más todavía si son ecuatorianas y tienen que batallar con peleas más difíciles que las propias del mundo editorial.

Pretendo responder a la pregunta inicial y empiezo por identificar una de las ideas de mi dialogante: “Los escritores lidiamos con un animal por dominar que es el idioma”, sostuvo. Metidos en esa lidia, ya sea desde la ficción o en la arena de cualquier clase de escritura, la lengua nos resulta una cantera por la que hay que transitar con cuidados y cartuchos de dinamita. Respeto y libertad, conocimiento y desvío, todo eso en medio de cautelosos pasos; nadie nace dominando el idioma, sino que nos relacionamos con él durante toda la vida a conciencia de que su utilización viene de ámbitos, tradiciones, regiones y circunstancias diferentes. En la novela de Juan Pablo línea a línea se construyen hablas matizadas con portugués, usos mexicanos y ecuatorianos, los personajes mandan.

La fauna literaria está marcada por una real vocación. Yo sé que hace rato esa palabra no se utiliza. Hoy la gente marcha a golpe de “oportunidades”, es decir, del puesto en la vida que produzca más dinero, lucimiento, vínculos sociales. La fidelidad a un impulso artístico, en especial, al literario se va levantando con los ladrillos de la lectura, de cierta soledad, de curiosidades peculiares. Los aprendices de brujos redactan composiciones para el aula, cultivan el diario íntimo o –como hacía el Poeta en La ciudad y los perros, de Vargas Llosa– borbotean procacidades en novelitas y cartas para otros. Hoy se expanden en páginas webs, blogs, Twitter con carne más sustanciosa que el mero exhibicionismo.

Los letraheridos perseveran. A veces estudian literatura en alguna universidad y los atrapa la docencia porque les entrega el sueldo más accesible; si no saben administrar bien su tiempo, van postergando los proyectos de escritura que almacenan en su imaginación y sufren por ello. Acumulan, como el personaje de Castro Rodas, una sorda amargura que los hace huidizos y hostiles, sarcásticos e irrespetuosos. Agreden en los demás lo que quisieran castigar de sí mismos. La nota distintiva de la vocación es continuar escribiendo como si de ello dependiera la vida. Juan Pablo tiene 42 años y ha publicado seis novelas, un libro de cuentos, un poemario, una pieza de teatro y un libro de ensayos, en diferentes sellos del país.

Como feliz compañera de su raza literaria, recomiendo leer la obra de este cuencano tenaz.