Ni ojo en carta, ni mano en plata me repetía papá hasta el cansancio. ¿Por qué pensaba que yo podría ver lo que no me correspondía o tomar dinero que no era mío?. ¿Por qué si él era capaz de volverse 20 cuadras, caminando en un sol incandescente, quemándose su cabeza sin un solo pelo, para devolver un cambio que le habían dado de más? Si ese era el ejemplo que yo tenía, no sé por qué, pero en el fondo creo que desconfiaba de mi honradez, o tenía mentalidad de abogado y creía que “lo que abunda no hace daño”.

En todo caso, su insistencia cayó en tierra fértil, y yo jamás he abierto una carta y nunca me he robado ni un real; sin embargo, mi papá nunca me dijo nada respecto a no meterme en conversaciones ajenas, a no meter mis orejotas en donde no me han llamado y a no oír lo que no me incumbe. Tal vez por eso suelo verme involucrada en el colesterol alto del señor que está junto a mí en un bus; en la traición amorosa que acaba de sufrir la cajera del supermercado; o en algún chisme político o en alguna irregularidad que jamás debí haber oído, pero ya fue tarde, mis oídos me traicionaron y oí lo que no quería.

Lo cierto es que a veces oigo cosas que me decepcionan terriblemente y sobre todo me sorprenden, porque sigo siendo a mis 56 una ingenua incurable. Fue en la fila del banco donde escuché que una persona que vive desde hace más de 15 años fuera del país, no piensa regresar porque donde quiera que viva le va bien, ¡se va a acoger al Plan Retorno que le concede el Ecuador! Estaba dispuesta a presentar los papeles a la Senami y traer un carro y todo el menaje de una casa para otra persona. En definitiva, vendía su cupo a otro que se beneficiará de no pagar los impuestos que debería.

Me sorprendió el chanchullo como tal y me sorprendió sobre todo la solvencia con que estas personas tramaban esta jugada para estafar al Estado. Como siempre peco de metiche, pregunté ¿pero eso es legal?, y ellos sin molestarse por mi intervención me respondieron “legal, legal, no es, por eso mismo lo hacemos solamente entre conocidos”. Esto es indignante, es lo que mi abuela llamaba “robarle al altar mayor”.

Llegué a mi casa deprimida, con desesperanza y me puse a revisar el libro de cabecera de mi hija María Paz, el Diccionario Filosófico de André Compte-Sponville, allí encontré la respuesta que buscaba, la voz que necesitaba oír para saber que no estoy tan loca como dice mi marido, para reafirmarme una vez más en los principios que rigen mi vida y agradecer a mis padres por el ejemplo que tuve: La honradez es la justicia en primera persona, tal como, sobre todo, se impone en las relaciones de propiedad, los intercambios o los contratos: el respeto no solo de la legalidad vigente en un país determinado, sino de la igualdad, al menos de derecho, entre todos los individuos concernidos.