Me encuentro viajando por uno de los conos de desarrollo del departamento de Santa Cruz en Bolivia, dentro de las misiones de “chiquitos”, cerca de uno de sus puertos fluviales “naturales”, que queda en territorio brasilero, sobre el río Paraguay. Nos hemos desplazado por centenares de kilómetros en una excepcional carretera de cemento rígido, la que, según me informan, fue construida con inversiones concurrentes de Brasil y Bolivia. Son varias las horas de manejo y muy pocos los autos o camiones que hemos cruzado. Me digo es año nuevo y sigo.
Viajo rumiando una excepcional conversación que sostuve con mi querido amigo Gustavo Fernández, varias veces canciller y ministro de Bolivia, pero sobre todo un consecuente ciudadano del mundo preocupado por/asociado al destino de su país. Me queda en la memoria la obligación de este hombre a carta cabal para compartir su necesidad de cambio de visiones de la política exterior, porque el mundo lo exige, tanto como descubrir los nuevos destinos de la nación. Me cuenta de su último escrito y yo complemento con un ejemplo a una de sus tesis. Entonces me pide una aclaración, que decido hacerla pública a través de este artículo, como hubiese querido que lo fuera todo ese intenso intercambio… es como una buena comida, que se instala en la memoria y cuya sensación quisiera compartir.
Me gusta mucho hacer una “comparación por diferencia” entre Ecuador y Bolivia. Un motivo bastante eficiente para ello es la composición demográfica y los estímulos para el desarrollo que esto representa. Especialmente para una “economía de aglomeración” (estímulos económicos de la alta densidad poblacional) que, como la ecuatoriana, es un mercado potencial y real grande –positivo en unos casos– y también una posibilidad de agotar a los recursos naturales –negativo en una perspectiva estratégica–. Sin embargo, es una variable que no se suele considerar en la política ecuatoriana, a la que siempre acudimos como un “país único” sometidos al complejo de “adanismo”, por el que a veces creemos ser los primeros y únicos en varios temas.
Siendo Ecuador el país más densamente poblado de América del Sur (y el segundo de América Latina sin considerar a el Caribe), la significación que adquiere la inversión, particularmente la social, es diferente respecto de un país que, como Bolivia, tiene muy pocos habitantes en un territorio muy grande. Hasta hace unos años –algo más de una década–, Ecuador tenía casi el doble de población que Bolivia (relación que se redujo con base en la infortunada migración internacional en la poscrisis y a la afortunada reducción de la tasa de crecimiento de la población), mientras que Bolivia sigue teniendo entonces y ahora cuatro veces más territorio. Dicho rápidamente Ecuador es más pequeño que el departamento de Santa Cruz, el que comparte la más extensa frontera con el gigante Brasil.
Varias veces ha recurrido a la siguiente comparación de una inversión ficticia. Mientras Ecuador invierte 100 en una carretera que une Quito y Riobamba, de aproximadamente 200 kilómetros a lo largo de nuestros valles de altura, zona muy densamente poblada de la serranía; y, Bolivia invierte 100 en una carretera que une La Paz y Oruro, de aproximadamente 200 kilómetros a lo largo del altiplano, zona densamente poblada en términos relativos del país hermano, el retorno de esa inversión tendría ritmos diametralmente distintos.
Sin ninguna pretensión de hacer un cálculo, es probable que la recuperación de esa inversión en términos de desarrollo nacional sea hasta cuatro veces más acelerada (reitero se trata de una ejemplificación con otros propósitos). La población absoluta que se asienta en las orillas de las dos carreteras en los dos países sería, probablemente, cuatro veces más grande en el caso ecuatoriano que en el boliviano y, asimilo, al impacto y al retorno como cuatro veces más intenso y rápido, sin contar con otras variables, que pueden acelerarla aún más.
La inversión pública –el ejemplo de una carretera– en el país más densamente poblado, es decir con más población y en los casos de ejemplo, con cuatro veces menos territorio, tiene una posibilidad más rápida de incidir en el desarrollo de la población comunicada por esa carretera, ya que la probabilidad de que la población se asiente en el área de influencia de esa potencial inversión es mayor que en un país de población dispersa y territorio muy grande.
Los efectos políticos son aún mayores que en el desarrollo. Esa inversión pública –pero puede ser el caso de la inversión privada– además de acelerar la rotación de mercancías y la circulación de personas, comunica políticamente, esto es, produce flujos de información y criterios políticos. La carretera del ejemplo también “sutura” y subordina, en el flujo de factores, a otras problemáticas de desarrollo.
Entonces proseguí rumiando sobre los efectos diversos y a veces perversos de las carreteras… Pero que hasta ahora había reflexionado sobre los efectos de la densidad poblacional en la forma nacional y sobre todo del sistema político, y que el Toto Fernández, como buen boliviano fabricado de sólida madera, me obliga a pensar en el destino nacional desde las dimensiones poblacionales y espaciales/territoriales.
Me gusta mucho hacer una “comparación por diferencia” entre Ecuador y Bolivia. Un motivo bastante eficiente para ello es la composición demográfica y los estímulos para el desarrollo que esto representa.