Cualquier persona que logre alejarse de la tierra, viajar a lo infinito por internet, puede sin esfuerzo imaginar un mundo que no tenga ni principio ni fin, que venga desde siempre para ir hasta siempre, pero nosotros hemos inventado los relojes, el tiempo. Como somos finitos, efímeros, imaginamos que ha de ser ley universal. Exigimos que todo tenga un principio y un final, es el más dramático malentendido: por eso el hombre forjó desde la prehistoria mitologías y religiones. Para mí resulta tan absurdo creer en los doce trabajos de Hércules o en el mito de Orfeo como en las hijas de Lot convertidas en estatuas de sal, en Moisés capaz de partir en dos el Mar Rojo, de sacar agua de una roca o en un ángel de luz capaz de convertirse en zarza ardiente. Respeto a aquellos que lo consideran como verdad irrebatible, pero guardo mi libertad de discrepar.
Ciertos momentos nos otorgan la sensación de ser eternos. Como una fotografía congela el instante, creo en el placer sempiterno de escuchar la quinta sinfonía de Mahler, ver morir a Mimí por enésima vez en La Bohemia, mirar una puesta de sol, compartir el amor con cuerpo y alma, observar la complejidad de todo lo que vive sin atribuirlo a supuestos dioses. Más voy coleccionando años, más hago mía la frase de Carl Sagán: “Yo no quiero creer, quiero saber”. Pienso que el humanismo bien concebido puede ser tan exigente, más quisquilloso que cualquier religión, porque no espera recompensa ni teme castigo. A la luz de la lógica y de la moral, el humanismo crea sus propios valores perfectamente adaptados al mundo en el que vivimos: amor al prójimo, defensa de los débiles, exigencia de justicia, aquí, ahora. No me parece consistente que se le diga a un niño africano muerto de hambre, devorado por las moscas : “Serás muy feliz en el más allá" (o sea jódete por lo pronto en este planeta), consolarnos de la muerte de un ser amado diciendo puerilmente que Dios necesita una ángel más en el cielo. Creo en el dolor, en la solidaridad frente al sufrimiento, no creo en la resignación, sino en la rebelión de Camus frente a lo absurdo. Creo en lo que podemos o debemos hacer, no en utopías. El sueño del ser humano es lograr ser eternamente joven, todos quisieran ser Fausto sin pactar con ningún diablo. Entre la época en que momificaban a los faraones y la nuestra no vislumbro diferencia. La criónica, mal llamada criogenia, consiste en congelar un cuerpo con la idea de hacerlo revivir en el futuro: es una hermosa utopía. La oxigenación hiperbárica, otra fantasía, pretende retardar el envejecimiento natural. Creer en la inmortalidad se convierte en mecanismo de defensa frente a nuestra angustiosa condición mortal. Este deseo de perdurar para siempre es común a todas las mitologías y religiones, no existe sueño más tentador que la resurrección de los cuerpos. Esta lucha amorosa nuestra del diario vivir con sus hermosos desafíos debería bastar para llenarnos el corazón: “Hay que imaginar a Sísifo feliz”. Hay que soñar con los ojos abiertos.