No conozco arquitecto o urbanista alguno que haya leído Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino, y que no se haya enamorado de su fantástico contenido. Usando como escenario el encuentro histórico entre Marco Polo y Kublai Khan, el escritor italiano comienza a disparar una serie de historias cortas, en las cuales son las ciudades las que juegan un papel protagónico. Calvino las coloca en el camino recorrido por el explorador veneciano hacia el Lejano Oriente, para que este se las narre detalladamente al Gran Khan mientras recorren juntos los jardines y salones del Palacio Real. Son ciudades únicas y maravillosas, ajenas a la realidad y a la historia, y sin embargo tan cercanas a la esencia de la naturaleza humana.
Jamás podré olvidarme de mi ciudad favorita, Octavia (Ottavia, en alguna publicaciones), la Ciudad-Telaraña. Una ciudad colgante, que pende sobre el vacío de una quebrada, agarrada a un complicado sistema de amarras. El autor usa este escenario para reflexionar sobre la constante incertidumbre en la que vivimos los seres humanos. Calvino nos aclara que los habitantes de Octavia no tienen que lidiar con dicha incertidumbre, pues ellos están muy conscientes de que la capacidad de las cuerdas tiene un límite. De mis lecturas personales, creo que esta es la que más me ayudó a comprender el acto de vivir como una experiencia que, si no es intensa, se vuelve un desperdicio.
Sin embargo, en una revisión reciente del libro, mi lectura se quedó atrapada por la descripción de Maurilia, una de las pertenecientes a Las ciudades y la memoria.
Maurilia es una ciudad progresista, que se jacta de haberse desarrollado económica y socialmente, sobreponiéndose a las adversidades de la historia. A todo turista que llega a visitarla, los nativos lo atiborran de fotos en blanco y negro, en las que se pueden apreciar los comienzos humildes de la ciudad. Coches viejos, carruajes a caballo, casitas de madera... La Maurilia de las fotografías contrasta radicalmente con la Maurilia moderna y progresista del presente. El autor reflexiona, entonces, sobre la real relación entre ellas y concluye que se trata sencillamente de dos ciudades totalmente diferentes y ajenas entre sí, que solamente comparten el nombre y el sitio donde fueron construidas.
Las similitudes existentes entre la Maurilia de Calvino y nuestro Guayaquil contemporáneo resultan –más que evidentes– obvias, y la reflexión de Calvino es oportuna para nosotros.
Mirar al pasado es un acto necesario de búsqueda de identidad, pero no debería ser el único. No se avanza si solo contemplamos lo que fuimos. Los pueblos se nutren y fortalecen por mirar hacia adelante y enfrentar nuevos desafíos.
Quizás el motivo de esta sinuosa divagación sea invitar a los lectores a descubrir que el futuro de nuestras ciudades no está en nuestro pasado, sino en nosotros mismos, esperando por geminar. Que las fotos de las casitas de madera y las pinturas coloniales nos digan de dónde venimos; que jamás nos indiquen hacia dónde vamos.