Esta semana puse una piedra más al camino de mis realizaciones (parafraseo lo de las buenas intenciones) presentando el libro de cuentos de Vladimiro Rivas, Visita íntima. Fiel a mi dedicación a la literatura nacional –aunque me interese la del mundo entero– fue un gusto reencontrarme con la escritura de un autor que no tocaba desde hace más de dos décadas. Rivas, latacungueño afincado en México, figura en la generación de Vásconez, Ubidia, Égüez, con una sólida obra en narrativa y ensayo; pero el hecho de estar físicamente distante sí ha influido para que lo leamos menos o hablemos poco de él.
El libro, que recoge veinte piezas de toda su vida de escritor –esa que arrancó en 1968 con El demiurgo– muestra entre muchas otras cosas la validez del género literario que es el cuento y que, pese a lo que digan los comentaristas, es de menor lectura en el Ecuador (menor lectura en una sociedad que lee poco es mucho decir). Pero allí están los cuentos, desgranándose sin parar, de plumas ingeniosas, creativas, multivisionarias, ofreciéndonos esa lectura “en una sola sentada” que aclamaba uno de sus iniciales cultivadores, Edgar Allan Poe.
Intentando encontrar el latido común de esta colección esbozo dudas más que afirmaciones: ¿acaso estos 20 cuentos no estarán envueltos por el manto de la imprecisión de la vida, de la incapacidad de preverla y planificarla, de su imposible cognoscibilidad? Un terreno dúctil, cenagoso, hace tambalear a sus personajes en los territorios de lo perseguido y lo deseado que jamás se logra, los empuja, sonámbulos, hacia derroteros de sueño, de presentimiento y pesadilla. Pocas veces se triunfa, a veces el resultado de la consecución de un sueño es tan lamentable que dan ganas de retroceder. Naturalmente, llegar a esta somera conclusión es un acto de intuición, más que un razonamiento. No se puede apretar en unas líneas el contenido de un libro que a su vez es el contenido de casi una vida de narración.
“Nada hay más fantástico que la realidad” creía Fédor Dostoievski, y el trabajo literario de Vladimiro Rivas nos lo recuerda frecuentemente. Al escritor le corresponde vivir con una antena tendida hacia aquello excepcional que sin romper los rieles de la realidad (es cosa de libre elección que otros sí los rompan) se oculta a los ojos comunes. Esa operación ocurre en algunos de los cuentos de este libro. Por ejemplo, en “La expiación”, en la que se cuenta la reclusión voluntaria de un asesino –el clásico castigador de un adulterio con la eliminación de la mujer y la persecución torturadora del rival–, cuyo giro de tuerca consiste en ofrecer dos versiones del mismo hecho: una para la justicia y otra para el narrador en la cual se vislumbra la inculpación del asesino que halla expiación en la soledad.
En planos desconocidos, en pasadizos secretos, en departamentos abandonados parecería moverse otra dimensión de la vida. Un cierto velo de fantasmagoría sin ser abiertamente fantástico nos permite atisbar ámbitos que producen extrañamiento. Leer Los pasos invisibles” –cuento de algunas resonancias literarias como la teoría de que todos tenemos un doble que se nos aproxima– ilustra la sospecha de que hay conexiones con otras posibilidades de la realidad.
Visita íntima contiene mucho material para defender con entusiasmo la vigencia y los atractivos del cuento.









