Tras largos años de practicar la docencia en el campo de la gramática, me sigue resultando difícil convencer a los alumnos de la fortaleza de este conocimiento. Algunos llegan al aula con predisposición por la escritura y confían en ese talento que parece –solo parece– innato, como base de actividad profesional y hasta de dedicación literaria. Una mente perceptiva y tempranamente lectora acumula materiales, que se deslizarán hacia los textos de forma aparentemente espontánea.
Sin embargo, el estudio de la gramática nos abre algunas puertas interesantes que nos fijan con seguridad en un territorio apasionante: los entresijos de un idioma. Y si este es el rostro visible del pensamiento, allí tenemos unos vínculos invisibles pero sólidos que, en una ejercitación que dura toda la vida, vigorizan nuestro estar-en-el-mundo. Hoy reparo en una operación que tiene que ver con los sustantivos.
Si sustantivo es –como se decía desde la perspectiva tradicional– la persona, animal o cosa de quien se habla en la oración, esta categoría apela al nombre de cada elemento que podemos captar en una palabra. Ese nombre arrastra de por sí las características constitutivas de una cosa o concepto al punto de que no requiera de una cualidad para quedarnos claro en la comprensión. Casa es una edificación habitable, jaguar es un felino americano, justicia es la dación de lo que a cada uno corresponde y pertenece (me apoyo en el DRAE).
A base del nombre preciso que merecen los actos humanos tendríamos una comunicación confiable: la cobardía no merecería remplazarse por debilidad; la arrogancia, por seguridad; el autoritarismo, por convicción. Ya hubo un acto público que fue reconocido como “error”, y era “delito”. Por eso le creo a Flaubert cuando afirma que los sinónimos no existen, que de término a término que cultivan alguna semejanza hay brechas de distancia que jamás pueden cruzarse (y practico a mi gusto el ejercicio de agrupar todos los verbos que se aproximan al acto de ver como mirar, observar, espiar, escrutar, y todos los demás).
Las necesidades comunicativas son amplias y complicadas. Lidian con lo no racional y nos obligan a hacer la trasmutación de emociones, sensaciones y sentimientos a palabras, a oraciones con orden y coherencia (excepto en la poesía, lenguaje libérrimo). Por eso, entre otras cosas, podemos sustantivar todas los vocablos de la lengua española con anteponerle un artículo (categoría hoy reunida con algunos adjetivos bajo el rubro “determinante”). Y allí van hasta las proposiciones, es decir, estructuras con sujeto y predicado, haciendo de sustantivos: “Los que van a morir te saludan”, como dizque se les decía a los césares romanos.
“Lo dulce de mi vida eres tú” podría afirmar el enamorado, y sustantiva un adjetivo; “conseguiré el sí del pueblo en la consulta popular”, el mandatario, y sustantiva un adverbio. Claro está, que si la respuesta es negativa y el pueblo responde con esos noes que muchos esperaríamos, también se habría producido la misma operación lingüística.
Que nuestro mañana sea mejor que el ayer de nuestros mayores –sustantivación de adverbios de tiempo– tanto en la vida como en materia del uso de la lengua madre, es el deseo de esta afanosa profesora de gramática.