En París, en 1955, apareció un libro pesimista que lamentaba los destrozos que Occidente –el capitalismo– producía sobre las comunidades llamadas, en ese entonces, salvajes y primitivas. Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss (1908-2009), es una obra que hoy consideraríamos literatura de no-ficción –mezcla de autobiografía, diario de viajes, tratado filosófico, reporte etnográfico, historia colonial y mitología–, en la que, en su argumento central, se describe la cotidianidad de los indios caduveos, bororos y nambiquaras. El antropólogo transmite apasionadas y emotivas impresiones del asombro que significó, décadas atrás, un primer encuentro con sociedades tan singularmente diferentes.
Lévi-Strauss se topó en las selvas del Brasil con grupos que tenían un altísimo grado de refinamiento: halló costumbres plasmadas con virtuosismo artístico en sus adornos corporales; comprobó leyes transmitidas oralmente; constató regulaciones claras para las alianzas matrimoniales; encontró relatos que garantizaban un estado de profunda comunión con árboles, plantas, ríos y animales; compartió con personas que habían desarrollado sentidos tan aguzados como para distinguir trece sabores de la miel de abeja. Esos indios que andaban desnudos eran genuinos congéneres, en ciertos aspectos mucho más avanzados que los occidentales en el dominio del arte de vivir y sobrevivir.
Tristes trópicos lamenta la pérdida de un pasado más auténticamente cercano a la naturaleza; en esas páginas se avizora que aquellas civilizaciones que hoy llamamos ‘pueblos no contactados’ se acercan al colapso debido a la voracidad de los modos productivos del capitalismo occidental. La voz narrativa se desgarra con la tragedia del exterminio de una civilización, testimonia las demencias de Occidente emprendidas en nombre del conocimiento científico y del progreso social, y denuncia el arrasamiento ambiental y cultural en que se basa todo colonialismo tardío: “La vida social consiste en destruir lo que le da su aroma”.
Por más mínimo que sea el contacto con esos pueblos, el Occidente –nosotros– los corromperá y desmantelará su cosmovisión, y hará que desaparezcan pensamientos luminosos y costumbres exquisitas. No en vano Lévi-Strauss consideró que una mejor denominación para la antropología era la de entropología, pues lo que Occidente hacía con esos pueblos era un proceso de borrar esas culturas hasta uniformarlas en la esterilidad ‘moderna’. Como afirma la Constitución de Montecristi, es ciertamente una acción etnocida el autorizar, incluso con mañosos visos legales, el asolamiento de esos hombres, mujeres y niños. Pensando en el destino de esos grupos, Lévi-Strauss dijo: “Llevamos en nosotros el crimen de su destrucción”.
La devastación de los habitantes en aislamiento voluntario del Yasuní será un delito irreparable, cometido no para terminar con la pobreza generalizada en las urbes mestizas occidentales, sino para dispendiar más dinero para mantener la alucinación y la borrachera de que tenemos una exitosa revolución. Con la máquina propagandística del poder, que puede desvirtuar este delicado asunto, sería moralmente detestable legitimar el etnocidio con el pretexto de que se ha ganado una consulta popular. Si apuestan por seguir dependiendo de un recurso agotable, el Yasuní será la tumba de cualquier cambio duradero posible, el acabamiento de utopía alguna, si es que la hubo. La alegría de la revolución ciudadana danzará sobre un trópico triste.