El periodismo cruzó la entrega literaria del escritor guayaquileño Rafael Díaz Ycaza, recientemente fallecido tras una larga enfermedad. La literatura no nos distancia de la realidad; al contrario, esta se enriquece por la imaginación artística. Desde su época colegial, Díaz posibilitó comprender la valía de las metáforas en relación con el mundo. Sus primeros poemas querían servir a la causa de la transformación social. Por eso su actividad laboral –como maestro secundario y universitario, redactor publicitario o dirigente cultural– orbitó el periodismo como un modo de anclar la imaginación al acontecimiento diario.
Las fieras (cuentos de ver y andar), de 1952, traen una especie de titulares de prensa, como si el periodismo informara y la literatura relatara. Estos textos de expresión medida están llenos de actualidad y exponen la cosmovisión rural y campesina; y cuestionan el abuso del poder, en este caso con el trasfondo de la Policía Rural. En su madurez, Díaz fue un auténtico adalid en la defensa de la paz y los derechos humanos. Viajó por el mundo denunciando las guerras y la violencia, y su narrativa se nutrió de esas travesías, como puede comprobarse en Porlamar, cuentos de 1977.
El narrador de Los ángeles errantes, de 1958, privilegia las voces de los otros, lo cual desconstituye la autoridad del único narrador. Surgen en este volumen las presencias del loco –como rehén de sí mismo–, el paciente psiquiátrico y la locura –estremecedoramente presentadas en Los prisioneros de la noche, novela de 1967–. Los rostros del miedo, de 1962, bordea el costumbrismo local y retrata las vicisitudes de una maestra normalista: “En el mundo no hay más que dos clases: los fregados y los que friegan. No me vengan con clase alta, clase media y clase baja”.
De 1986 es Prometeo el Joven y otras morisquetas, ganador del galardón más importante del país. Díaz se consideraba a sí mismo más poeta que prosista. De Estatuas en el mar, de 1946, hasta su antología poética Bestia pura del alba, del 2010, sus versos se fueron afinando según el ritmo de los tiempos. Su poesía es emotiva, sobria y directa, y transmite los sentimientos contradictorios de una época sobrecargada de estupideces y sinrazones. En el 2011 el Estado ecuatoriano reconoció su valor literario y le entregó el Premio Nacional Espejo. Leamos, de Zona prohibida, de 1972, Edú y la muerte:
“«Edú –dijo la muerte–, ya es la hora». / Y él replicó, sonriendo: / «Zambita: espera un poco. / ¿No ves que es muy temprano? / Anda, más bien convídame / un trago de aguardiente». // Pero ella dijo: «El último. / Tan solamente el último del último». / Y cuando se lo trajo / con esa mano de tan negra y negra, / con esa mano de tan tierra y tierra, / Edú la trajo nuevamente al centro. // La metió bajo el toldo y en la colcha / y ella contenta. / La estrechó, luego, con sus pata-pata / y ella gozando. / La estremeció en el baile pierna-pierna / y ella girando. / Y él se fue de parranda / cuando la muerte se quedó muriendo”.
Las letras de Rafael Díaz Ycaza dejaron muriendo a la muerte; nosotros, si lo leemos, veremos más y andaremos mejor.










