Hace unos días entré en un pequeño restaurante, sentado en una mesa se encontraba un conocido pintor, algo así como el Bukowsky de Guayaquil. Estaba con unos publicistas amigos míos, los saludé y me senté. El viejo artista –cerveza en mano– hablaba de poesía mientras un publicista eructaba. Conversábamos sobre Donoso, Cazón Vera y otros ecuatorianos. Más cerveza, más poesía, hasta que entró una mujer –en jerga popular– descomunal, una cabeza más alta que todos los comensales, con vestido apretado y caminar de celebridad local, avanzó y se sentó al lado del pintor. El tema de conversación cambió, anécdotas, chistes de doble sentido, y la escena se transformó en un galanteo de animales, donde el macho alfa ubicaba su posición con historias heroicas y una botella de whisky que puso como cetro marcando territorio. Quedó claro que poesía y mujer no se mezclarían en la misma mesa esa noche (“Macho que se respeta…”). Esta imagen me llevó a la figura del notable actor guayaquileño Virgilio Valero en su papel de un solitario profesor y poeta, en la obra de teatro Geppetto. Ahí, su personaje se disputa el amor de una estudiante con el joven novio de ella. El viejo cuenta con pocas, pero poderosas armas: su inteligencia y sus versos; el otro, solo tiene el cuerpo y el vigor de la juventud a su favor. La competencia fluye de manera justa, hasta que un día el muchacho le muestra al profesor un poema que escribió para su novia. Buen poema. La trama explota y el combate llega a su fin con un abatido ser desparramado entre sus libros que dice desconsolado: “Para qué le escribes poemas si tú puedes acostarte con ella”.
Soy un convencido de que la poesía es la única salvación de la palabra, la metáfora desarma lo lineal de las distinciones, desubica al hemisferio izquierdo y desmonta esa construcción tan literal que a veces hacemos del mundo, llevándonos de sopetón a reconocernos desde la condición humana. Sin embargo, no sé en qué minuto empezó el bullying hacia lo poético convirtiéndolo en sinónimo de cursi, afeminado o aburrido. Tal vez fue culpa de esas esquelitas con versos románticos o de autoayuda maquiavélicamente escogidos que venden en las tiendas de regalos. Tal vez son las cadenas de power points que adjudican textos siúticos a grandes poetas, o el empeño de algunos colegios en embutir el Mio Cid Campeador en la cabeza de un niño de 11 años. Pero no siempre fue así, hubo tiempos en que la gente se trenzaba a puñetes defendiendo a tal o cual poeta, como las famosas grescas entre los seguidores de Neruda, Huidobro y De Rokha. Momentos en que teatros se llenaban para escuchar a un escritor leer sus versos, sin rayos láser ni bailarinas en faldita, como vi a Preciado en la Casa de la Cultura. Hoy la poesía todavía se mueve por Guayaquil, por abajo, en eventos escondidos, en conversaciones de bares, en canciones como las de Ricardo Pita y Napolitano, y en revistas de bajo presupuesto, pero no es suficiente. En momentos de tanto tecnócrata, donde todo es veloz y superficial, la poesía nos puede devolver a la vida.










