Alemania

Los que se van dejan atrás los lugares de la infancia, las voces familiares, los abrazos maternos y las miradas severas o indulgentes de quienes los han visto crecer y piensan conocerlos. Abandonan al padre y a la madre, creen huir de los fantasmas de su pasado, de todo aquello que les pasó y en lo cual no tuvieron parte más que como víctimas u observadores. Atrás, atrás todo, los compañeros de la escuela, para siempre en uniforme. Atrás la familia (amada) que rechaza el divorcio y los métodos anticonceptivos. Abandonas tu casa, peregrino, y piensas que construirás tu refugio allá lejos, donde no te reconozcas ni en la lengua ni en el paisaje. Lejos de la opresión de la cordillera o de los efluvios viscosos del río. Te vas a buscar la vida y terminas buscándote a ti mismo. Y cuando te encuentras descubres que atrás no quedó nada, todo te persigue, todo permanece en cada gesto, en cada sueño. Solo que ahora todo lo que crees haber dejado te reclama. Te invade la nostalgia, la culpa, el miedo.

Vuelves. Y cada vez que vuelves, una vez más, todo sigue como siempre. Y cada año te preguntas hasta cuándo. ¿Hasta cuándo la voz aterciopelada de tu abuelo mientras te conmueven sus ojos acuosos, desbordantes de pasado? ¿Hasta cuándo brillará el sol sobre esa silla, tuya, desde la cual conversas con tu mejor amigo, irreemplazable? ¿Cuántas veces más te dirán que te ves radiante mientras encubres el desgarramiento? ¿Hasta cuándo te esperará vacía una habitación en casa de tu madre, donde todavía huele tu infancia?

No abandonaste. Te fuiste lejos, es todo, y vuelves, porque estás condenado a volver y a extrañar.

Los que llegan. Llegaron, valientes, a tierras lejanas, extranjeras. Extranjero él, extranjeros los otros. Un extraño a quien nadie reconoce por el nombre ni por el barrio en que nació. Liberado de tu apellido, de tu cuna, empiezas a construir. El extranjero es el que siente la necesidad, y se le exige, justificar su presencia allá donde ha elegido vivir. ¿A qué viniste, por qué no te quedaste? Justificas intentando vivir mejor de lo que vivirías allá de donde vienes. Lo cierto es que, extranjero, vives entre extraños.

Algunos, extraños en tierra ajena o propia, deciden habitar por siempre en el refugio de las palabras: “Mi patria es la lengua” dijo el poeta Gelman. Y la poeta Rosa Ausländer (cuyo apellido significa “extranjera”), quien sobrevivió al Holocausto escondida en un sótano en Czernowitz y vivió durante décadas en los Estados Unidos para finalmente establecerse en Alemania, edificó su hogar definitivo en su poema Matria: “Mi patria está muerta/ellos la enterraron en fuego/Yo vivo en mi matria/la palabra”.

Lo cierto es que podemos habitar en nuestra lengua, en nuestro mundo, pero la vida, al ser una experiencia social, obliga al extranjero a confrontarse con el otro. Una palabra rusa describe al extranjero como “el amordazado, el que no puede hablar”. El extranjero es el que calla o el que no conoce o maneja correctamente los códigos con los cuales se comunica una sociedad, que más allá del idioma se definen por el modo en que se hacen las cosas, la manera en que siempre se han hecho las cosas. Mientras más conservadora sea una sociedad, más estable es este código y más imposible le resulta al extraño penetrar en sus secretos. Alrededor del extraño surge el silencio. El silencio no es solamente la ausencia absoluta de sonido, de palabra, es la interrupción de la comunicación, el vacío. Impera el silencio aun cuando estemos rodeados de palabras.

El escritor alemán E.T.A. Hoffmann comprendió desde la ficción la experiencia del extraño. Una de sus narraciones menos conocidas, La iglesia de los jesuitas en G., inicia cuando el carruaje del protagonista sufre una avería durante el viaje, por lo cual este se ve obligado a pasar algunas noches en un pueblo desconocido. Con estas palabras nos describe E.T.A. Hoffmann el comienzo del extrañamiento: “El lugar me pareció agradable, la región, acogedora, lo cual no impidió que me asustase un poco la forzada estancia. Amable lector, si alguna vez te has visto obligado a permanecer tres días en una pequeña ciudad, donde no conoces a nadie y nadie te conoce, donde eres un desconocido para todos, ¿no has sentido una profunda angustia, no te ha consumido la necesidad de comunicarte con alguien? De ser así podrás comprender mi malestar. En realidad, ya se sabe que el espíritu de la vida se halla por doquier, pero a las ciudades pequeñas les sucede lo que a esas orquestas que siempre tocan correctamente las mismas piezas y cualquier tonalidad extraña les parece disonante y las hace callar al punto”.

Te vas a buscar la vida y terminas buscándote a ti mismo. Y cuando te encuentras descubres que atrás no quedó nada, todo te persigue, todo permanece en cada gesto, en cada sueño.