“Padre de la patria” es un mote que suele darse a personalidades que tuvieron decisiva actuación en los procesos de independencia de las repúblicas. También suele calificarse así a los legisladores, porque en calidad de tales grupos de personas han dictado constituciones que, dizque, creaban estados. Actualmente solo con sorna se llama así a los parlamentarios. Con frecuencia en esta columna nos hemos referido a los creadores de los Estados Unidos como los “padres fundadores”, más por hacernos eco de una tradición que con la intención de atribuirles dimensiones titánicas, sin que esto implique negar su grandeza. Similar propósito nos lleva cuando hablamos de los “padres peregrinos”, como los primeros migrantes que crearon las colonias británicas en Norteamérica.
Es evidente que tras de todas esas denominaciones paternalistas está un complejo infantil que busca padres históricos en los que afianzar la inseguridad de identidad. En el proceso de maduración de las personas lo natural y sano es ir con el tiempo aquilatando las verdaderas dimensiones de los padres y de los maestros. Empezamos a darnos cuenta de que son seres humanos, casi siempre demasiado humanos, cuyas enseñanzas y ejemplo están cuarteados por errores. Verdad es que somos fruto también de esas falencias, pero si no estamos dispuestos a asumirlas como tales, si no tenemos la adultez necesaria para desandar el descamino que transitaron las generaciones anteriores, estamos condenados a la inmovilidad, sin posibilidad de mejora. Y justamente las sociedades que avanzan y se perfeccionan son las que se atreven a cuestionar sus propios prejuicios, tradiciones y certezas.
La semana pasada se celebró el natalicio de uno de los más conspicuos “padres de la patria” y un aniversario del encuentro en Guayaquil de los más representativos personajes de esta categoría en América del Sur. Muchos de los defectos de estas repúblicas provienen de la impronta de estos caudillos y de su endiosamiento. El autoritarismo, el desprecio al estado de derecho, el voluntarismo como norma, deben ser señalados entre estos vicios. Pero tenemos una sensación perpetua de indefensión propia de niños, que nos obliga a cargarlos sobre nuestros hombros para que nos libren de todos los males. De ninguna manera es coincidencia que los dictadores sean quienes más se han cobijado en estas figuras, buscando legitimidad. La justificación del caudillo es siempre el “bien común”, el cual trata de imponerlo al frente de una partida de seguidores, que no necesariamente deben estar armados. A esta figura impositiva y montonera hemos opuesto la del “cauboy”, del “chullita”, como bien lo llamábamos en mi lar natal. El hombre que enfrenta solo a una injusticia particular la resuelve, pero no quiere, y sabe que no puede, cambiar el mundo. La escena final que se repite siempre en los filmes de este género es la del vaquero alejándose. ¿Está diciendo que una película del Oeste es más formativa que un libro de historia? No como un absoluto, pero ciertamente más que muchos malos libros dedicadas no a enseñar historia, sino a reforzar mitos.