“Hablando se entiende la gente”, dice el dicho popular, pero esa sabia conseja parece olvidada en los iracundos tiempos que vivimos. Proviene de esa sapiencia escondida en la entraña del pueblo, tal vez la hemos heredado en el inconsciente colectivo por el hecho de expresarnos en idioma español. A fin de cuentas, nuestra substancia mental se levanta en esa bella, larga y honda lengua.

El dicho sentencioso apela a la capacidad que tenemos los humanos de estar juntos y ponernos a hablar. Yo misma exalto el silencio como fértil estado del alma, pero sé que mi mayor riqueza está cifrada en explotar la relación humana a través de la palabra. Aquí “explotar” significa “extraer –como de las minas– lo mejor que tienen”. En ello va un empeño que sospecho que las personas no tenemos claro: ¿en realidad queremos oírnos cuando dialogamos?, ¿convertimos la conversación en citas de entendimiento, de puestas en común? Empecemos por admitir que dialogar es una necesidad, exige ciertas habilidades y más que nada voluntad de intercambio.

Percibo las conductas sociales en torno del placer constante de la conversación. En los actos literarios, por ejemplo, hemos renunciado a las largas conferencias en las que los expositores escondían sus rostros detrás de numerosas páginas y leían, con suerte, modulando la voz para atraer la atención de su auditorio. En ocasiones solo aburrían en tono monocorde. Hoy preferimos los llamados “conversatorios”, en los cuales la palabra se comparte entre varios protagonistas y se responde al público. Se trata simple y maravillosamente de un intercambio ordenado, con guion, en el que muchas veces lo imprevisto sazona con mejor gusto lo que se traía preparado. Llevo media vida practicando esta clase de actos y lo único que lamento de ellos es no haberlos recogido en grabaciones. La palabra oral nace, exalta las cabezas momentáneamente, y se las lleva el viento. En alguna memoria excepcional quedarán líneas sueltas, frases como apotegmas o tan solo imágenes de las emociones de la reunión.

A la mayoría le atrae el movimiento de ida y vuelta que es una buena conversación. Recibir y dar, recordar hechos vividos y reconstruirlos en varias voces. Por eso valoro los encuentros que se armonizan de manera tácita, de tal forma que varias personas pueden aportar hacia un mismo tema. Mis amistades se ríen de mí porque sostienen que en el fondo sigo en actitud profesional, que lo incontenible de la vida social es el parloteo, el corrillo, el aparte; que aunque estemos en una misma mesa o en el redondo diseño de una sala, los participantes dispararán ideas en desorden, harán comentarios con quien se sienta a su lado, arrastrarán con preguntas el tema que ya iba por otro rumbo. Y que hay que someterse a ello.

¿Saben lo que disuena en estos momentos de intensa sensación de estar vivos, de alegre contacto con los demás? El que pronuncia monólogos. Aquel que estructura sus intervenciones en torno de un discurso dominante, aquel que aprovecha la reunión social para lucirse con sus últimos conocimientos, con la exposición de su más reciente estudio, de su informe de trabajo. Todos conocemos a alguien así, y por allí andan, buscando auditorio so pretexto de cumplimientos amistosos, dispuestos a subirse a la tarima a la primera oportunidad, ciegos a la cortesía de quien los escucha por educación. Que siga el gozo de la palabra.