Son indispensables. Los espías están en los relatos de las más antiguas civilizaciones. Proveen información sobre el enemigo, que suele ser factor decisivo para el triunfo o la derrota. La vida es como la mano, que tiene la palma y el dorso. Los espías son héroes o villanos según la perspectiva. Responden a la época y los medios a su alcance. A algunos los matan, como a los esposos Julius y Ethel Rosenberg, judíos condenados en Estados Unidos a morir electrocutados por haber entregado secretos atómicos a la Unión Soviética. El juicio fue injusto con jueces prejuiciados y antisemitas. El caso Rosenberg ocurrió durante la Guerra Fría, en 1953. Durante esta el espionaje jugó un rol decisivo y Berlín era su centro, donde alcanzó las más altas cotas. John Le Carré nos deleitó con sus novelas, cuyos nombres uno retiene, como El espía que surgió del frío y la magistral El topo. Sus personajes están basados en seres de carne y hueso. A veces son espías dobles, que medran de las dos partes, o están infiltrados en el cerebro de la organización del enemigo. Otras, como en El sastre de Panamá se fundamentan en el pánico de los gobernantes, que siempre temen un ataque sorpresivo. Pregunten a los militares qué les hacen a los que espían contra su propio país. Es un delito imperdonable, peor en tiempos de guerra.

Ahora el mundo está pendiente de la suerte de un hombre que algunos han convertido en héroe y defensor de la libertad de información, porque ha divulgado actividades secretas y nada santas de su país. Algunos gobiernos se han sentido ofendidos por lo que consideran una ofensa contra las libertades de sus ciudadanos y un abuso de poder de Estados Unidos. ¿Esos gobiernos no tienen espías, ni los pagan? ¿Prescinden sinceramente de ese recurso, son angelicales y con autoridad para arrojar la primera piedra? Porque en el fondo se plantea la también vieja contradicción entre el uso de medios moralmente prohibidos y la seguridad de los estados y sus pueblos, amenazados por el terrorismo mundial. Porque una cosa es ver los ataques en la televisión y otra ser víctima de la desolación y la muerte que causa el terrorismo.

Los métodos del espionaje tienen ahora las casi infinitas posibilidades del ciberespacio. Este episodio nos remite al escenario de aguas profundas y tormentosas, que son las acusaciones recíprocas entre China y Estados Unidos de espiar sus sistemas computacionales. Ambos países, como todos los del club atómico, tienen que conservar en secreto absoluto sus armas y estrategias. Imagino una guerra en que las computadoras desarrollan ataques para inutilizar las del contrario, confundir sus claves, dañar sus cosechas, ocasionar accidentes nucleares y controlar el poder que tienen la información y los secretos. ¿Febril? Puede ser. Solo espero que el asunto del joven filtrador no dé lugar a un casus belli entre las grandes potencias que algún día tendrán que enfrentarse por la supremacía mundial.

Por lo que nos toca, espero que nuestro gobierno deje a un lado las bravatas inútiles y se llene de prudencia y pragmatismo.