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Costa Rica: elecciones en tiempos de crisis

El problema de fondo es que esta campaña, deslucida e incierta, tiene lugar en una coyuntura de crisis nacional.

Fotografía de archivo fechada el 20 de octubre de 2021 que muestra a presidente de Costa Rica, Carlos Alvarado. Foto: EFE

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Por Enrique Gomáriz Moraga / Latinoamérica21

Existe coincidencia en todas las casas de sondeos y estudios acerca de que el vocablo que define bien la actual carrera electoral en Costa Rica es incertidumbre. Una incertidumbre relativa, claro, porque más de la mitad de la población cree que el próximo presidente de la República será José María Figueres, el candidato del socialdemócrata Partido de Liberación Nacional (PLN). Pero la considerable dispersión de candidaturas y el alto nivel de indecisos (más del 40 %) valida esa sensación de incertidumbre, puesto que, aunque existe coincidencia acerca de que ningún candidato ganará en primera vuelta, resulta imposible predecir quiénes pasarán a la segunda.

El problema de fondo es que esta campaña, deslucida e incierta, tiene lugar en una coyuntura de crisis nacional como no se recordaba desde 1984, cuanto explotó la gran crisis de la deuda. Esto es repetido por la mayoría de los candidatos, varios de los cuales hablan de la emergencia nacional en que se encuentra el país. Y, desde luego, hacía tiempo que no tenía lugar una coincidencia tan grave entre estancamiento económico y crisis sociopolítica.

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Inmediatamente antes de que llegara la pandemia, Costa Rica mostraba un serio desequilibrio macroeconómico. El aumento pronunciado de la deuda y el déficit fiscal obligó al Gobierno a lanzar la Ley 6935 sobre Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, que provocó un fuerte descenso del consumo y un aumento considerable del malestar social. De todas formas, al comenzar 2019 la deuda llegaba al 60 % del PIB y el déficit fiscal al 7 % del producto interno. Y sobre ese panorama aterrizó la pandemia a comienzos del 2020. La contracción económica de ese año se aproximó al 5 % del producto nacional y los gastos sanitarios agravaron la situación de las finanzas públicas: la deuda ascendió hasta superar el 70 % del PIB y se incrementó todavía más el déficit fiscal.

El Gobierno del Partido de Acción Ciudadana (PAC), encabezado por Carlos Alvarado, aceptó que el país iba a la inmediata bancarrota si no acudía al apoyo internacional y entró en negociaciones con el FMI. En septiembre del 2020 se produjo el estallido social contra la negociación con el Fondo que paralizó el país por varios días y que a muchos les hizo recordar la protesta en Chile del año anterior.

Recientemente, cuando faltan pocos días para las elecciones, ha salido a la luz el verdadero alcance de aquel estallido social: los líderes de la protesta habían pedido al entonces presidente de la Asamblea, Eduardo Cruickshank, que fuera conformando un Gobierno porque el objetivo último de la movilización era derrocar al presidente Alvarado. Esa perspectiva de golpe en una democracia como la costarricense da una idea de la gravedad de la crisis sociopolítica.

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La caída en picado de la popularidad del Gobierno saliente, en medio de sonoros escándalos de corrupción, podría provocar el hundimiento del partido de Gobierno, el PAC, que no solo perdería rotundamente las elecciones (las encuestas le dan un 1 % de intención de voto), sino que incluso enfrenta el riesgo de ser irrelevante en la Asamblea Legislativa.

Dos gobiernos sucesivos han bastado para socavar los fundamentos sobre los que se basó la configuración del PAC. Pero tal vez el fenómeno más preocupante sea el bajo nivel de confianza mutua que experimenta el país. Ticos y ticas no confían en las instituciones públicas, pero tampoco entre ellos. Los últimos estudios al respecto muestran niveles de confianza mutua semejantes a países como El Salvador o Nicaragua.

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No es extraño, por tanto, que los intentos de lograr acuerdos básicos para enfrentar la crisis nacional no hayan llegado a buen puerto en esta legislatura. Faltaban ingredientes básicos, como la credibilidad del liderazgo convocante y un nivel mínimo de confianza mutua.

En estas condiciones, hay dos fenómenos que están presentes en estas elecciones: la escogencia por descarte (o elección del menos malo) y la existencia de un elevado nivel de intención oculta del voto. No son fenómenos nuevos, porque ya se manifestaron en las elecciones de 2018, pero en las actuales parecen más pronunciados.

En los últimos sondeos, el porcentaje de los indecisos ha vuelto a subir hasta el 49 % y las respuestas más frecuentes refieren a que elegirán por descarte. Pero la mayoría de los observadores cree que el aumento de los indecisos contiene una apreciable cantidad de voto oculto. El electorado no está dispuesto a declarar por quién votará, entre otras razones porque también hay un elevado voto de rechazo manifiesto.

Por ejemplo, el candidato que encabeza los sondeos, José María Figueres, enfrenta esa grave circunstancia: un 40 % de los encuestados afirma que nunca lo votarían, lo que pone en duda su victoria en la segunda vuelta. Un menor rechazo presenta la candidata del Partido de Unidad Social Cristiana (PUSC), Lineth Saborío, que aparece como segunda opción en los sondeos.

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Se especula sobre cuál será el destino final de ese voto oculto. Todo indica que una parte iría hacia el PAC, que difícilmente se quedaría solo con ese 1 % de apoyo. Otra parte se orientaría hacia el propio Figueres, pese al voto contrario que se hace público. Y quizás en ese voto oculto haya también alguna proporción de votantes que apoyaría a Fabricio Alvarado, del partido Nueva República, que representa los sectores confesionales, principalmente evangélicos, quien ya perdió las pasadas elecciones por haber planteado la separación de Costa Rica de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuando esta resolvió a favor del matrimonio homosexual.

En todo caso, no está descartada la sorpresa de que quien pase en segundo lugar a la siguiente ronda pueda ser elegido presidente, dado el nivel de rechazo que presentan las principales fuerzas políticas. Y probablemente el candidato elegido lo haría con una proporción muy reducida del padrón electoral.

Puede así hablarse de un círculo vicioso entre incertidumbre electoral y crisis económica y sociopolítica. La dispersión de candidaturas y el alto nivel de indecisos no son simplemente fenómenos políticos epidérmicos, sino que reflejan problemas de profundas raíces en las entrañas de la sociedad. De lo que no hay duda es de que el próximo mandatario va a caminar por el filo de la navaja. Incluso si obtiene algún periodo inicial de gracia, cualquier tropiezo en su gestión hará emerger nuevas manifestaciones que expresen el malestar social acumulado. Es difícil estimar el grado de turbulencia que se anticipa en el horizonte. (O)

Enrique Gomáriz Moraga preparó su doctorado en Sociología Política con Ralph Miliband. Participó en Zona Abierta y la refundación de Leviatán. Fue el primer director de Tiempo de Paz. Trabajó en FLACSO Chile y ha sido consultor internacional de agencias como PNUD, FNUAP, GIZ, IDRC, BID. Actualmente reside en San José de Costa Rica.

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