Por Joaquín Hernández

Algo es claro para América Latina desde que terminó la Guerra Fría: no es más, para bien o para mal, prioridad para la política exterior de los EE. UU.

Durante esas décadas que pueden ser marcadas con precisión por los acontecimientos que se produjeron, desde el golpe de Estado contra Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954, la Alianza para el progreso de Kennedy de los años 60, la dictadura disfrazada de Bordaberry en Uruguay y la toma del poder por parte de los militares en Chile y Argentina en la década de los 70, hasta la participación en las guerras centroamericanas de los 80, que tuvo a la base de Palmerola en Honduras como símbolo de su presencia contra la guerrilla, la presencia estadounidense como Gran Hermano de los países latinoamericanos nos acostumbró a confiar que si cometíamos errores imperdonables, como elegir a Chávez en Venezuela y, otra vez a Alberto Fernández en Argentina, alguien nos sacaría del problema.

Publicidad

Los casos citados podrían aumentar más: América Latina era una zona estratégica prioritaria en la lucha contra el comunismo. Esto terminó. Su presencia después se ha ejercido en temas puntuales, importantes pero no decisivos como para configurar una política de una superpotencia como el apoyo al gobierno colombiano de Álvaro Uribe en su lucha contra la narcoguerrilla. Nada que ver con la inversión que supuso la intervención en Afganistán, la invasión a Irán y actualmente la presencia en Siria.

América Latina y Ecuador han visto, por su parte, en los EE. UU. el modelo de democracia y desarrollo económico. Su cultura igualmente que satisface todos los gustos y que premia el esfuerzo y la imaginación creadora, sin los impedimentos típicos de las sociedades latinoamericanas, que traban el desarrollo de los individuos que no pertenecen a los círculos sociales de influencia.

Por supuesto, la pérdida de interés estratégico en la región no significa que EE. UU. ha perdido su influencia económica, su poder en los organismos financieros internacionales y la posibilidad de lograr acuerdos comerciales ventajosos. Pese a la creciente presencia china, EE. UU. sigue siendo el principal socio comercial de América Latina.

Publicidad

La agenda de política exterior de los EE. UU. se enfoca ahora en los problemas “domésticos”, si es que se puede utilizar esta palabra, que proviene de países de la región. No son relevantes sino lo son internamente. La cuestión de la inmigración, por ejemplo, uno de los temas centrales en el debate de la actual campaña, coloca a México y al cono norte de Centroamérica (El Salvador, Guatemala y Honduras) como prioritarios, sea para la contención total de la misma como lo ha intentado el presidente Trump, sea para tratar de encontrar alternativas que la disminuyan, como ofrece Biden en su campaña. El último debate de los candidatos, el del jueves 22 de octubre, mostró la relevancia del tema al llevar a límite las diferencias entre ambos: “Criminal” le espetó Biden a Trump a propósito de los 500 niños separados de sus padres. En este debate, para algunos decisivo, la inmigración mereció tanta importancia como la seguridad social y la subida de impuestos a las empresas.

El narcotráfico es otra de las cuestiones centrales para la agenda estadounidense que no por casualidad tiene a México como referente casi exclusivo: 'México es un tema doméstico para Estados Unidos', titula Pablo Hiriarta a uno de sus editoriales en El Financiero de México. La detención del exministro de Defensa de México por la DEA en el aeropuerto de Los Ángeles la semana pasada muestra su doble condición de problema doméstico y de política exterior de los EE. UU. Las dictaduras de Venezuela y Cuba aparecen en la agenda tanto doméstica como internacional por la presencia de colonias significativas de inmigrantes de esas nacionalidades en Florida y estados cercanos, decisivos para la elección de este año. Esta doble condición que impone la política exterior estadounidense actualmente para establecer las prioridades en su agenda no va a cambiar sea Trump o Biden quien resulte ganador.

Publicidad

Un caso. Trump, en caso de ganar, proseguirá su política de asfixia gradual a Cuba y a Venezuela. No es seguro que tenga éxito, por lo menos en Venezuela, que pronto tendrá elecciones en las que el dictador Maduro ganará “por decisión mayoritaria” pese a la destrucción y a la muerte que ha traído y va a traer. En Cuba hay más posibilidades de que su estrategia obtenga resultados y que logre neutralizar en buena parte su presencia en la región. Siempre y cuando, por supuesto, no se caigan antes las débiles democracias latinoamericanas que aún quedan.

En el caso de Biden se teme que retorne a la política de “tolerancia” de Obama, que proporcionó oxígeno de emergencia a Cuba y Venezuela.

En estas condiciones, las élites que impulsan la democracia y la libertad en sus diferentes países debieran olvidar al “Gran Hermano” que les socorra por su falta de visión, estrategia y mezquindad política. Y, artesanalmente, cultivar la relación con los EE. UU. tanto económica como cultural en busca de nuevas oportunidades. (O)

Joaquín Hernández es internacionalista, doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Perú y actualmente rector de la Universidad de Especialidades Espíritu Santo. Profesor visitante en el Doctorado Iberoamericano de Filosofía de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador.

Publicidad