Por Rodolfo Pérez Pimentel

Las ciudades tienen sus personajes inolvidables. En Esmeraldas, allá por 1950, vivía don S. T., dueño de una hacienda con diez mil vacunos. En el comedor de su casa había una gran mesa de caoba rodeada de doce cajones vacíos, por ser más baratos que las sillas.

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Cuando sus también adinerados vecinos comenzaron a importar toros cebú de pura raza, para mejorar sus ganaderías, ordenó a sus peones que trasladaran de agache a sus vacas en celo y las colocaran cerca de los vecinos para que los toros cebú recién llegados de la India las olieran y felizotes las preñaran gratis. ¡Y aquí no pasó nada!

Este singular método reproductivo fue materia de numerosos comentarios, y no faltaron hasta personas que le dieron la razón, porque ¿cómo podrían los pobrecitos recién llegados resistirse ante sus hermosas vecinas esmeraldeñas?

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Exportador corajudo

Don L. G. era un bananero muy ahorrativo. Un día su gente le dio las quejas de que los calificadores del muelle estaban desechando buena parte de la fruta de exportación, que terminaba siendo arrojada al mar con grave desperdicio y pérdida. Al saberlo, montó en cólera.

Al siguiente embarque se presentó con un cargamento de diez mil racimos, y cuando el calificador desechó una parte, que a criterio de G. también estaba en buenas condiciones, preguntó la razón. “¡Es que no tiene suficiente grado!”, le contestaron, refiriéndose a que algunos racimos no alcanzaban el grosor necesario para su exportación.

Entonces, para sorpresa de todo el personal de calificadores, el indignado G., que era un vejete macuco, corpulento y de raza morena por más señas, abriendo su bragueta se sacó el miembro y mostrándolo replicó: “¿Y a este, que es para ti, le falta grado?”. Cuando el suceso se conoció, el pobre calificador quedó marcado como rey de burlas en el imaginario popular.

El fresco de don S.

De don S. P., rentista guayaquileño que conocía mucho de economía, al punto que el presidente Gabriel García Moreno solía consultarle cuando se le presentaba alguna situación monetaria, se cuenta que era tan ahorrativo que invitaba a sus hijas a pasear por el malecón de la orilla a tomar el fresco; pero al final las chicas le requerían que compre el prometido fresco (de hielo y esencias). “¿Para qué, hijitas? Si ya lo han tomado”, refiriéndose a la brisa del río, quedando hasta hoy la frase de “el fresco de don S.” como sinónimo de tacañería.

Contaban los chuscos que en el comedor de su casa tenía un atado de raspadura colgado del techo, y que a la hora de los postres cortaba pedacitos del dulce y entregaba uno a cada comensal. Con este método el atado le duraba largo. En cierta ocasión dizque invitó a varios amigos a escuchar las zarzuelas que se presentaban en el teatro Olmedo. Llegados a la entrada, hizo colocar varias sillas e invitó a los presentes a escuchar la música desde la vereda.

El agua no se cobra

Don A. C. E., anciano, solterón y habitué del salón La Palma, donde le soportaban por ser inofensivo y educado, a las tres de la tarde solicitaba una tacita con agua hirviendo y una cucharita, sacaba del bolsillo un paquetito de café y otro de azúcar y se preparaba gratis su bebida, porque el agua no se cobra. Esto lo presencié hace sesenta años, aun cuando ya me lo habían referido como algo gracioso.

Desayuno frente al mar

Don E. V. fue uno de los más pudientes comerciantes del país, al punto que, en cierta ocasión en que La Previsora iba a quebrar, hizo desfilar a sus empleados por el bulevar llevando cajones de billetes a depositar, demostrando a los asustados cuentacorrentistas que el banco tenía su total respaldo financiero. Santo remedio, a nadie más se le ocurrió retirar fondos, pues ¿cómo podía quebrar un banco sólidamente garantizado por don E. V.?

Se lo considera el autor de aquella frase memorable: “La mejor ganancia es el no pago, todo debe ser ahorro o inversión”. Y le sacaron el siguiente cuento, que lo relato como lo escuché: era propietario de un enorme auto negro, americano, de ocho cilindros, que mantenía guardado, porque ¿para qué gastar en gasolina cuando se tienen buenos zapatos?

Una vez al mes llamaba a un chofer de confianza y le entregaba la llave del garaje para que prepare el carro, pues al día siguiente (sábado casi siempre) quería trasladarse a Playas. Tempranito arribaban al malecón del balneario, abría la ventana para mirar el mar y recibir la brisa, sacaba una palanqueta de a dos reales enbarrada de mantequilla y con una tajada de queso de cocina, que consumía con gran deleite, como si se tratara de un manjar exquisito. Para tan rústico sánduche, nada mejor que un vaso de agua del termo que también llevaba.

Nunca se le ocurrió brindarle al chofer ni una migajita. Terminado el frugal desayuno y lleno de felicidad, exclamaba: “Ya estuvo bueno, ahora vamos a Guayaquil, que ya es tarde y debo trabajar”, y eso que recién eran las ocho de la mañana.

A las 22:00, chao

Un caballero extranjero, en los bailes de sus hijas solteras, cuando el conjunto musical terminaba las tandas, llamaba a dos o tres jóvenes invitados para que lo acompañaran a su biblioteca, donde les brindaba una copita de coñac, y rápido los despachaba para que continuaran bailando. Con este método, una botella podía durarle hasta dos fiestas.

Otro, con villa en el Centenario, tenía la costumbre de apagar las luces de su domicilio a las 22:00, para no gastar mucha electricidad, aunque sus hijas celebraran un baile, con lo cual se terminaba la fiesta a capazos. Las inteligentes niñas terminaron por invitar a sus amigos a las cinco, para bailar tranquilamente unas horitas.

Bandera que no flameó

Don E. C., gran millonario porteño, fue visitado por las damas de la Cruz Roja, quienes le dejaron una bandera para que la haga colocar en uno de sus edificios durante la semana institucional. Pasaron los días, pero la bandera no lució; y al ser requerido, don E. rápido replicó: “Es que ustedes, dignísimas damas, se olvidaron de dejarme la piolita”. (I)