Por Michelle Katz (@michellekatzd)
Nunca planeé viajar a Escocia. No era un destino que soñara ni del que escuchara hablar. Pero en diciembre del 2024, casi por casualidad, terminé pasando la Navidad en Edimburgo. Pensé que sería un viaje más y terminó siendo uno de los más mágicos de mi vida. Desde el primer paso sobre sus calles empedradas sentí algo distinto. El aire helado, los faroles antiguos, el sonido lejano de las gaitas. Todo parecía salido de un cuento.
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Caminábamos por Old Town mientras la neblina se enredaba entre los edificios góticos, y pensé: ¿cómo puede una ciudad sentirse tan misteriosa y tan acogedora a la vez? El 24 llegamos a Edimburgo y tuve un momento que pocas personas han vivido. Soy judía y, mientras todos celebraban la Navidad en sus casas, las calles de la ciudad entera estaban vacías.
El 25 me desperté temprano, me abrigué y salí a caminar. Todo estaba cerrado. Ni un alma en las calles. Parecía una escena de pandemia: silenciosa, desierta, casi mágica. Caminar por la Royal Mile sin turistas, sin autos, solo con el sonido del viento, fue un regalo. Sentí que la ciudad me pertenecía completa por unas horas, como si Edimburgo se dejara ver sin máscaras. Ese silencio me permitió conocerla de otra manera.
Mi novio, fanático de Harry Potter, me llevó a The Elephant House, la cafetería donde J. K. Rowling escribió parte de los libros. Afuera llovía; adentro olía a café y pan caliente. Me senté frente a la ventana y entendí por qué dicen que Edimburgo tiene magia en el aire. Después caminamos por Victoria Street, la calle que inspiró el Callejón Diagón: colores, vitrinas, luces navideñas… Era imposible no sentirme dentro de una historia.
Soy fan del café y del chocolate caliente, así que cada día buscaba una nueva cafetería. Entre el frío, la lluvia y el viento, un chocolate caliente se vuelve una forma de abrazo. Me encantaba mirar el Edinburgh Castle y, cada vez que caminaba por la ciudad, sentía esa emoción especial al saber que, sin importar hacia dónde girara, siempre podía verlo dominando el horizonte.
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Uno de los lugares más impactantes fue Greyfriars Kirkyard, un cementerio del siglo XVI. Caminé entre lápidas cubiertas de musgo y descubrí nombres que inspiraron a personajes de Harry Potter: McGonagall, Riddell, Moodie. Frente a la estatua de Greyfriars Bobby, el perro que veló la tumba de su dueño por años, sentí una mezcla de ternura y respeto. Edimburgo tiene esa forma misteriosa de tocarte el alma, incluso en el silencio.
Los días siguientes, la ciudad despertó de nuevo: luces, mercados, música, gente riendo. Recorrí el Christmas Market con las manos frías y el corazón tibio: olor a canela, vino caliente, pan recién hecho. Y arriba, el castillo iluminado como una postal.
No esperaba enamorarme de Escocia, pero Edimburgo me cambió. Aprendí a disfrutar del frío, del silencio, de los días nublados. Ese 25 de diciembre sola en la ciudad fue uno de los momentos más especiales de mi vida. Me enseñó que a veces los lugares más mágicos se revelan cuando todo se detiene y permanece en calma. Y aunque aún me falta conocer las Highlands, sé que volveré. Porque hay viajes que no se olvidan, ciudades que se quedan en ti. Y Edimburgo es una de ellas. (O)



