En la familia Flores, el trabajo siempre estuvo ligado a la esperanza de salir adelante. Wilson nació en Píllaro, provincia de Tungurahua, en un entorno de agricultores, y creció como el mayor de cinco hermanos.

Cuando su madre enfermó, a los 13 años, la casa cambió por completo. Él acababa de terminar la primaria y tuvo que tomar una decisión: dejar los estudios y buscar trabajo. Esa decisión lo llevó a Guayaquil y a trabajar en la panadería San Antonio.

Panadería Erick, el espacio donde Wilson Flores desarrolla su oficio desde hace más de dos décadas. Foto: Ronald cedeño

Llegó como ayudante, limpiando bandejas y ordenando lo que otros preparaban. A esa edad, el simple hecho de ver tanto pan era un asombro: “Veía tanto pan que yo nunca había visto en mi vida; eso me emocionó mucho”. En el campo, el pan aparecía en la mesa los domingos, cuando su madre salía al mercado, vendía huevos, frutas, y con lo que lograba reunir compraba pan y naranjas. En la ciudad, de pronto, el pan estaba ahí todos los días, en todas sus formas.

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A los 16 ya amasaba con soltura. Su padre, confiando en ese talento temprano, abrió una panadería pequeña en la calle 40 y Portete. Wilson preparaba los panes y atendía como podía, mientras aprendía a sostener un negocio sin formación académica. De esa época también nació su historia con Ana Riofrío, quien iba a comprar pan y terminó convirtiéndose en su compañera de vida y de trabajo.

Desde Guayaquil, Wilson Flores dirige Panadería Erick junto a su esposa, Ana Riofrío. Foto: Ronald cedeño

En 1997 abrieron Panadería Erick, un emprendimiento que empezó pequeño, pero que con los años se convirtió en una referencia local. Ana asumió la atención al público; Wilson se concentró en el obrador. La clientela crecía y él sintió que su conocimiento empírico ya no alcanzaba. “Sentí la necesidad de capacitarme porque como estaba no podía dar más”, cuenta.

Tras la pandemia viajó a Barcelona para estudiar panadería profesional y enfrentó su primer gran choque: técnicas exactas, formulaciones, pH, matemáticas. “La primera semana quería renunciar”, admite. En la práctica destacaba; en teoría empezó de cero. Terminó como segundo mejor calificado.

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Wilson Flores, previo a una nueva etapa de preparación para la competencia de Milán. Foto: Ronald cedeño

La pasantía en Francia fue aún más dura. Lo enviaron a un pueblo agrícola, lejos de París, donde trabajó 16 horas en un obrador instalado dentro de una cámara de frío. Ese lugar le dejó el aroma del trigo recién molido. Esa experiencia moldeó su mirada sobre el pan artesanal.

Al volver a Ecuador intentó replicar lo aprendido. Introdujo masa madre y panetones artesanales, pero el público no estaba listo. Vendió poco y muchas piezas se perdían. Mientras tanto, Ana impulsó la creación de Maison Erick, una pastelería fina basada en técnicas francesas.

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El arranque fue lento: a veces regalaban postres. Con el tiempo, las redes sociales y el boca a boca llenaron el taller. Hoy la pastelería tiene 17 personas, un crecimiento que él atribuye a la insistencia de su esposa. “Nunca se dio por vencida”, afirma.

Foto: Ronald cedeño

En paralelo, Wilson perfeccionó su panetón. Buscó maestros internacionales y logró que figuras como José Roldán, Toni Vera y Tonatiuh Cortés, campeón mundial de panetón 2024, viajaran a Guayaquil. Con Cortés vivió días intensos: maletas perdidas, equipos que no llegaron, un accidente en el obrador. Aun así trabajaron la primera prueba con harinas locales. “Me dijo: ‘Tu panetón está de campeonato’”, recuerda. Esa frase lo llevó a preguntar por competencias. Quedaba un día para inscribirse en la Copa América del Panetón en Las Vegas. Con ayuda del mánager de Cortés, completó el formulario en el último minuto.

Un oficio construido a lo largo de más de dos décadas en panadería artesanal. Foto: Ronald cedeño

Se preparó en silencio. Viajó con cajas hechas a medida para pasar controles sin perder ingredientes. En el concurso presentó panetón clásico y de chocolate. El clásico quedó rezagado por la calidad limitada de la fruta disponible en el país. En cambio, su panetón de chocolate, elaborado con un cacao al 70%, otro al 38% y cacao al 100%, llamó la atención del jurado. Cuando escuchó “Ecuador” en una pantalla gigante, supo que había clasificado junto a Canadá y Estados Unidos. Uno de los jueces italianos se acercó a decirle que le sorprendía que un panadero de un país donde predomina el pan dulce lograra ese nivel.

Su familia se enteró por teléfono. Su padre, hermanos e hijos lo felicitaron con incredulidad. “Lo más frustrante fue no tener fotos para mostrarles”, admite. La imagen oficial del campeonato fue su única prueba.

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Un retrato de los productos durante la temporada navideña, el periodo de mayor producción. Foto: Ronald cedeño

Después de su clasificación, la comunidad italiana en Ecuador lo invitó a una feria profesional en Rímini. También logró importar fruta italiana, un trámite que llevaba meses estancado. Ahora elabora panetones con esos insumos.

En ese mismo periodo nació el saletón, un panetón salado que creó en un reto amistoso con Ana. Probó quesos fuertes que daban un sabor extraño hasta dar con una fórmula equilibrada de jamón curado, quesos italianos y aceitunas. El nombre lo escogieron los propios clientes.

Mientras se acerca noviembre de 2026, Wilson repite hornadas, controla temperaturas y analiza fallos. Competirá en Milán contra maestros que admira, incluido uno de sus instructores, quien lo animó con una frase que él guarda como impulso: “Estás tú entre los grandes”. Su meta a partir de ahora es prepararse todos los días, sostener el negocio familiar y llevar al Ecuador a un escenario donde nunca antes había estado un panadero del país. (I)

El panetón de chocolate con el que Ecuador clasificó a la competencia internacional de 2026. Foto: Ronald cedeño