Un poco en broma, un poco en serio, leía el otro día a propósito de los Juegos Olímpicos que se desarrollaron este año que existen porque a una mamá se le ocurrió llevar a su hijo a hacer algún deporte “para que se canse”. Y en ese afán de entretenerlos empezaron a forjarse grandes deportistas.
Hay mucho de verdad si ponemos el foco en esas postales que dieron la vuelta al mundo: ganadores de medallas que llamaban por teléfono a sus mamás y les contaban entre lágrimas sus hazañas, las hacían parte del triunfo porque para que un deportista de élite llegue al podio hay un esfuerzo familiar impagable.
Cuando un hijo se compromete con un deporte, los padres nos convertimos inmediatamente en un asistente a tiempo completo. Somos choferes de autos, bicicletas o corremos para tomar a tiempo un bus.
La mamá de Ángel Di María, la leyenda del fútbol argentino que acaba de retirarse de la selección, contaba que pedaleaba 40 minutos todos los días para llevar a su hijo al entrenamiento. Y que cuando un entrenador le dijo que no tenía los dotes físicos para jugar ella le dijo que el chico iba a entrenar igual porque era lo que quería hacer. Su carrera, como la de tantos, se la debe en gran parte a la persistencia de una madre que hizo todo para que su sueño no muriera.
Las madres preparan comidas saludables para fortalecer los músculos, visitan médicos, cosen uniformes, parchan zapatos desgastados, hacen rifas para juntar fondos y acomodan la rutina familiar para que un hijo triunfe en el deporte o, al menos, para que lo disfrute.
Tengo una prima cuya hija, de 13 años, es seleccionada nacional de tenis de mesa desde los 10. El crecimiento que ha tenido (es campeona sudamericana en dobles y por equipo), más allá de su talento, se debe a las horas de entrenamiento que dedica y que implican el traslado a otras provincias para las concentraciones. Como mamá, a mi prima le lleva al menos tres horas diarias acompañarla a las jornadas de entrenamiento, y cuando viaja a competencias, mínimo dos semanas. Seguro es un tiempo que podría dedicar a otras cosas, pero su elección es estar ahí ayudándola en lo que más pueda.
No tiene un trabajo en relación de dependencia, por eso puede hacerlo, pero ese esfuerzo implica buscar financiamiento de todos lados porque son gastos que no cubre la federación. Y esa gestión también la hace la familia.
Por eso se entienden esas lágrimas de emoción de Lucía Yépez cuando ganó la medalla de plata en lucha libre en la categoría de 53 kg y lo primero que hizo fue llamar a su madre: “Hola, mamá de mi vida, lo logramos. ¡Medalla olímpica, mamá! Ya te voy a comprar la casa de tus sueños”.
Mi prima dice que, cuando vio el video, no pudo evitar llorar porque se sentía tan identificada con esa madre orgullosa que incluso pensaba que, si alguna vez su hija gana esa medalla, ella podría estar ahí al lado para abrazarla y no a través del teléfono. (O)