Pasan los años y como que el ‘cierre’ de todas nuestras actividades y experiencias lo marcan la Navidad y los días después, antes del primero de enero. Mediáticamente hablando –o escribiendo, a los que nos toca–, esto es motivo de un estrés al tratar de darle mil vueltas a una tradición milenaria y expresar adecuadamente las prioridades. Y lo más delicado: que ese ritual tan esperado y conectado con las esperanzas y la fe de una comunidad esencialmente cristiana no se convierta en otra farra reguetonera. O peor que eso, dejar a un lado los verdaderos propósitos que nos deben mover.
En La Revista tratamos de evidenciar todo esto. Entregar un regalo siempre tiene que salir del corazón, pensando mucho en el que lo recibe. De lo contrario, caemos en la trivialidad repetitiva a la que nos llevan campañas puramente comerciales. Nunca puedo olvidar a un tío que convocaba a su almacén a cada uno de sus sobrinos, y nos acompañaba en el mall, donde él tenía su negocio, a buscar un regalo que nos gustara, con el peligro de que a veces eso podía ser algo muy costoso y él se reía y nos convencía de otras alternativas.
Su bondad. Esa ternura llena de sabiduría del adulto que se emocionaba con la ingenuidad de los niños y sus sueños. Junto con mis hermanos menores, ese tío representaba la Navidad, como si fuera uno de los Reyes Magos que llegaba por adelantado. Entonces, el recibir un regalo iba ligado a un sentido de la comprensión y el cariño, una semilla imperecedera que nos acompaña siempre. (O)