Era apuesto, radiante con la confianza de la juventud; no tenía el temperamento para refugiarse en su lugar. Era primavera del año 1624 y Anthony van Dyck, de 25 años, navegaba hacia el sur, a Sicilia, donde fue invitado a pintar al virrey español de la isla. Estaba estableciendo su carrera internacional como retratista de ricos y famosos, y ya había tenido cierto éxito en Génova, Londres y su ciudad natal, Amberes. En ese entonces, en Palermo, se sintió en la cúspide de un gran avance.