No podría decir que durante mi niñez fui mañoso con la comida, siempre probé sin miedo todo lo que me ponían en frente y claro, como buen comelón lo que me gustaba lo terminaba rápidamente para pedir que me dejen repetir. Pero luego sí hubo algunos alimentos, como la berenjena o las aceitunas y bebidas como el café, la cerveza, el jerez o el whisky con quienes no tuve amor a primera vista.
Seguramente como a muchos de ustedes, a mí también me pasó que al principio las texturas raras o los sabores fuertes me resultaron demasiado extremos y no los soportaba, pero con el paso del tiempo fui experimentando, probándolos varias veces hasta que se convirtieron en eso que llamamos un gusto adquirido. Ese que no nos agrada de una, sino que se va apreciando con varios intentos y que en la mayoría de los casos se convierte en un sabor que nos fascina.
El gusto es uno de los cinco sentidos, el que a través de las papilas gustativas, estos pequeños pero sensibles receptores que tenemos en la lengua, transmite información de lo que nos metemos a la boca. Sumado a esto están los elementos químicos que se encuentran en los alimentos y que el olfato convierte en datos para que el cerebro determine en un proceso que dura unos pocos segundos si lo que comemos nos gusta o no.
Es verdad que las costumbres, la religión y el entorno social van a crear un perfil de gustos para cada individuo. Desde muy pequeño mi papá me llevó los fines de semana a comer caldo de salchicha al mercado en Playas de General Villamil, difícilmente no iba a convertirme en un fanático de este tradicional plato de aspecto poco agradable, de alto contenido calórico, pero lleno de una mágica mezcla de texturas que lo hacen delicioso. Sin embargo, es difícil convencer a un extranjero que visita la ciudad, que por lo menos haga el intento de probarlo.
Los gustos adquiridos nos llegan con aquellos productos con los que no tenemos contacto de una manera cotidiana; asimismo, cuando era chico, en mi casa a nadie le gustaban y no se comía mariscos como erizos de mar, ni quesos con hongos como los azules y tampoco trufa en ninguna de sus variedades. Cuando años después los probé por primera vez fue una impresión desagradable, pero que poco a poco fue transformándose en ese delicioso sabor poderoso, envolvente y de larga persistencia.

Es verdad que las costumbres, la religión y el entorno social van a crear un perfil de gustos para cada individuo. Desde muy pequeño mi papá me llevó los fines de semana a comer caldo de salchicha al mercado en Playas de General Villamil, difícilmente no iba a convertirme en un fanático de este tradicional plato de aspecto poco agradable, de alto contenido calórico, pero lleno de una mágica mezcla de texturas que lo hacen delicioso".

Ahora cuando tengo la oportunidad de visitar España, siempre hago un recorrido dentro del Mercado San Miguel en Madrid para tomar una copa bien fría de Manzanilla, ese delicioso Jerez de la zona de Sanlúcar de Barrameda y comer un plato de erizos frescos con limón, un maridaje fascinante. En París encuentro que no hay mejor experiencia para los sentidos que acudir a una tienda de quesos, me gusta Barthélémy en Rue de Grenelle, a 15 minutos a pie del Museo de Louvre. Es un pequeño lugar en donde compro porciones de Roquefort, Bleu d’Auvergne, Brie, Camembert y otros con trufa, los llevo al hotel y con una botella de Burdeos disfruto de una noche francesa.
El mundo de la gastronomía está lleno de mágicas sensaciones que vamos percibiendo de manera distinta con el paso de los años. No hay que dejar pasar la oportunidad de probarlo y si algo no nos agrada, luego volver a probar porque eso que hoy decimos que no nos gusta, mañana se puede convertir uno de nuestros platos favoritos. (O)