Valeria dejó de jugar con sus muñecas a los 8 años. Su tío, quien la cuidaba, la encerraba en su dormitorio para que ‘saludara’ a sus amigos. Aterrada, esperaba que la puerta se abriera y pasen, por turnos, a besarla y tocarla. A cambio, su familiar recibía y compartía con ella una sustancia blanca que, asegura, la hacía sentir “hiperactiva”.

Así pasaban horas, no recuerda cuántas, hasta que su abuela y otros parientes regresaban a casa. Sus padres, afirma, estuvieron ausentes: su mamá, también consumidora, estuvo en prisión durante tres años y ocho meses por ser cómplice de comercializar drogas junto a otras seis personas en una casa en Bastión Popular, según el proceso judicial; y su padre, quien laboraba como guardia de seguridad, fue recluido por homicidio culposo. “Fue un accidente, la bala se disparó por un roce que tuvo, mas no hubo premeditación”, argumentó su abogado en la audiencia. Lo sentenciaron inicialmente a tres años, pero luego recibió una reducción de la pena de un año y medio.

Valeria mantuvo el consumo en la escuela y colegio, adonde acudía con su mochila sin libros, solo con ropa para escaparse. “Lo que me daban para el refrigerio, cinco, diez dólares, lo gastaba en consumir. Me costaba $ 5 la funda”, cuenta esta adolescente que a los 12, por influencia de su enamorado, se unió a una agrupación criminal que manejaba una red de microtráfico en Guayaquil. Sus ‘zonas’ eran la Entrada de la 8 y un paso vehicular de la vía Perimetral, en el noroeste.

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“Yo vendía hartísimo, le enviaba a mi jefa de $ 600 a $ 1.000 por semana”, asegura Valeria, quien comercializaba la sustancia sola, con una navaja escondida, en caso de que alguien de la ‘competencia’ intentara invadir su territorio.

8 de cada 10 pacientes atendidos por adicción a las drogas presentan problemas psiquiátricos, según Julieta Sagñay, experta en tratamiento de adicciones

Sus ‘clientes’ iban a pie, en carro o en moto. Eran adultos y jóvenes, aunque también se acercaban menores, pero a ellos -afirma- no les vendía. “Les decía ‘pelado, anda para allá’, porque no quiero que pasen por lo mismo que yo”, dice esta joven, cuyas muñecas están marcadas con cortes que se hacía para infringirse dolor.

Sus manos y brazos también están grabados con 19 tatuajes: caritas llorando, cruces, un ojo abierto y letras. Ninguno de ellos la identifica con la organización delictiva a la que pertenecía: “No me los he hecho, porque si voy a la cárcel me matan, no sé en qué pabellón me toque”.

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De ese pasado, asegura que lo que más lamenta es haber quitado vidas a sus 16 años. A esa edad, detalla, le enseñaron a usar armas ‘pequeñas’, de calibres 38 y 22. Con ese conocimiento y en las reuniones a las que asistía con los más de cien integrantes de su organización, ‘la jefa’ le ordenaba hacer unas ‘vueltas’. “Ella me mandaba y yo iba demasiado drogada, hacheada, coquiada. Iba directo a meterle bala”, comenta, y añade que “con los primeros me tembló la mano, no podía. Pero drogada se me hacía más fácil”.

Valeria estuvo nueve años sumergida en el consumo y en ese ambiente delictivo hasta marzo pasado. La Policía la detuvo en una de sus ‘zonas’ por tenencia de sustancias. “Tenía ocho fundas grandes, cada una de $ 20″, confiesa esta adolescente, que tenía siete meses de gestación en ese momento.

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El juez la sentenció a siete años de prisión, pero por su embarazo y al ser menor de edad fue recibida en el Centro de Desintoxicación del Municipio de Guayaquil, ubicado en el sector de Bastión Popular, en donde cada mes 30 mujeres intentan superar su adicción.

“Ahora que estoy en sano juicio me afectan todas las cosas malas que he hecho (...). Mi conciencia me acusa y en eso estamos trabajando aquí (en el centro), a aprender a dejar las cosas atrás”, dice esta joven, una tarde de abril, cuando aún permanecía en el centro.

Hoy, Valeria tiene 17 años y hace cerca de un mes se convirtió en madre de un pequeño. El tratamiento, con terapias psicológicas y ocupacionales, lo continúa ahora de forma ambulatoria y virtual desde la casa de su padre, quien asumió el compromiso de su cuidado.

Así, esta adolescente intenta mantenerse ‘limpia’ por ella y por su niño. Anhela recuperarse para ofrecerle un futuro diferente a su hijo: “Mis padres nunca me dieron amor, pero yo tengo que darle amor a él”. (I)

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560 jóvenes en proceso de recuperación han recibido becas municipales y trabajo

“Me quiero, me amo, me respeto, me siento orgullosa. ¡Amo mi recuperación!”, dice un colorido cartel sobre la autoestima, que resalta en la pared de un salón. Ahí, 30 jóvenes se acomodan en sus pupitres, mientras el instructor les explica las reglas para cantar ‘bingo’. Algunas, emocionadas por ganar, revisan su cartilla una y otra vez para encerrar los números.

Son mujeres con problemas de adicción a las drogas, internadas en el Centro Primario de Desintoxicación del Municipio de Guayaquil, las que participan en esta actividad que modificó temporalmente la rutina de ese día.

De lunes a viernes, según personal del centro, reciben terapias psicológicas individuales y grupales, ocupaciones, entre otras; mientras que los fines de semana se distraen en la piscina, con juegos y otros pasatiempos.

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En ese centro y en los otros cuatro puntos municipales han sido atendidos 17.887 jóvenes desde 2019 con tratamientos ambulatorios y de internamiento. De ellos, 3% (560) han sido reinsertados en el ámbito educativo y laboral, dice Julieta Sagñay, directora del programa municipal ‘Un Futuro sin Drogas’.

Unos 60, añade, trabajan en entidades municipales, mientras que la mayoría (500) estudia y labora en el sector privado. Además, la funcionaria destaca que un grupo de jóvenes empezaron sus estudios de enfermería o auxiliares, a través de becas municipales en dos instituciones tecnológicas privadas.

A estos jóvenes, que han culminado su primer año de tratamiento, se les hace un control a la semana, todos los viernes. “Acuden a recibir terapias y se les hacen pruebas (de orina) para detectar si han consumido”, afirma la especialista, y detalla que ese reporte lo envían a los empleadores. Además, el sueldo que reciben el primer año lo maneja un familiar.

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Así la monitorean a Fabiola, de 21 años, quien lleva un año y medio sin consumir y trabaja como auxiliar de limpieza en el centro de desintoxicación de mujeres, en el sector de Bastión Popular. Ahí, antes de la construcción de ese espacio, había una edificación abandonada de la Cruz Roja que ella -asegura- frecuentaba a diario con sus amigos para consumir.

A los 11 empezó a tomar bebidas alcohólicas con sus compañeros del colegio, atrás del establecimiento, en Pascuales, y a los 15 decidió probar otras drogas. Primero fue marihuana y, al año siguiente, la hache. “Ahí cambió mi vida”, reflexiona esta joven, y asegura que después de haber inhalado ese polvo gris se ‘perdió’ durante los siguientes cuatro años, hasta los 20.

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A esa edad, su madre la llevó a la clínica móvil 30 del cabildo, que recorre la ciudad para atender a jóvenes que, como Fabiola, estaban siendo destruidos por las drogas.

Fabiola tomó la decisión de cambiar, recuerda, luego de escuchar la explicación de un neurólogo sobre las afectaciones que estas sustancias causan en el cerebro. “Me asusté, vi a mi mamá a punto de llorar, desesperada, y dije ya es el momento, no quiero morir”, expresa esta mujer robusta y de tez morena, quien asegura: “Estoy en mi firme convicción de que ya no me voy a drogar. Veo (en la calle) gente más destruida, y la mayoría que paraba conmigo han muerto por sobredosis, delincuencia y sicariato. Uno de ellos me pidió ayuda y a la semana le dispararon. Fue muy duro saber eso, pero a la vez es un gran mensaje, que si vuelvo a consumir eso me puede pasar”. (I)

De sus 30 años, Tamara pasó 14 ‘perdida’ por el alcohol y las drogas

Tamara, quien lleva cinco meses sin consumir, cree que el divorcio de sus padres y el bullying que recibió en la escuela, por su nariz grande y por ser buena estudiante, dejó heridas profundas que intentó olvidar con bebidas alcohólicas.

“Era tímida, pero ya ebria me daba de puñete con quien sea. Me desinhibía y encontré una felicidad ficticia, que no sabía que me llevaría a un abismo. Pensé que era cuestión de fines de semana, hasta que no pude dejar de beber a cualquier hora del día”, comenta esta mujer, quien inició a los 16 con el alcohol y a los 19 con otras drogas.

Luego de 14 años de excesos, a sus 30, Tamara intenta retomar el control de su vida. Ahora recibe tratamiento en una clínica y quiere, a futuro, culminar su carrera universitaria. (I)