Cuando Cecilia Silva era pequeña solía acudir con su padre al ramal del estero Salado. Salía de su vivienda, ubicada en Aguirre y Babahoyo, y caminaba con su pantalón de baño, una boya y chancletas hasta el puente 5 de Junio. En la orilla ponía los pies, y los peces se le acercaban a rondarle.
El agua era cristalina en esa época. El ramal se convertía en el balneario, el área de esparcimiento de grandes y pequeños. Ella rememora que gente del barrio nadaba y se lanzaba clavados desde el puente, que da inicio al bulevar de la 9 de Octubre.
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“Yo gritaba (por los peces) y me decían ‘no hacen nada’. Había peces, había vida, el estero realmente era salado, y estaba limpio, nunca estaba sucio; eso nunca más lo lograré ver probablemente”, dice con nostalgia Silva.
Cecilia es parte de cuatro generaciones de la familia Silva que han residido en este barrio tradicional, situado en el cuadrante de las calles Quisquís, 10 de Agosto, Machala y el estero Salado. En una vivienda, Cecilia habita sola; junto a esta se mantiene su madre Ileana, de 91 años, con su hermano Javier, de 55; y en el siguiente inmueble, en la esquina, donde antes habitaban sus padres, ahora está su hijo Juan Sebastián, de 36, con su familia.
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Los Silva son de aquellas familias que mantienen sus raíces viviendo en el mismo sector, a pesar del crecimiento poblacional y la migración que ha sufrido la urbe hacia otras zonas.
Cecilia, ahora de 67 años, recuerda la época en que se asentaron en la zona. Inicialmente sus abuelos compraron un solar grande, a un “precio baratísimo”, y construyeron un chalé para habitar con su padre y una hermana. Ellos se ubicaron hacia la esquina en un predio que se constituyó con tres pisos diferentes.
Cuando su padre se casó se fue del barrio del Salado a Urdesa, pero eso apenas duró tres meses, ya que vivieron una experiencia que los asustó: debido a la aparición de una serpiente bajo la cuna de Cecilia decidieron volver al barrio del Salado y comenzaron a construir una segunda casa en el gigante terreno del barrio junto al inmueble de sus abuelos
En paralelo, la hermana también construyó una tercera casa, la cual con el paso de los años la adquirió el padre de Cecilia y ahora ella la ocupa. Actualmente, Cecilia, su madre Ileana y su hijo Sebastián se dan apoyo mutuo y mantienen constante comunicación entre ellos.
Cecilia recuerda que en sus primeros años en la zona el estero se rebosaba e ingresaba por la actual calle Aguirre en caso de subida de marea o lluvias fuertes. Aquello, ellos podían observar desde el balcón de su casa hacia la vía que ahora tiene el paso constante de buses y automóviles con destino al puente El Velero.
Además, entre las añoranzas, ella menciona que se solían conocer entre todos los vecinos y se mantenían grandes amistades. Asimismo, había otros incidentes entre los estudiantes del colegio vecino, el Vicente Rocafuerte, y los jóvenes del Aguirre Abad.
Juan Sebastián Carrillos, de 36 años, es hijo de Cecilia Silva. Él reside en la casa esquinera en la zona con su esposa, Nicole Torres, y su hija, Macarena, de un año y siete meses.
Él, asimismo, añora que en el barrio solían jugar fútbol en la calle Babahoyo con unos primos de segundo grado, y también gustaban de treparse en los techados de las viviendas, ya que en ese entonces no había tantas implementaciones de cercos eléctricos ni alambres de púas. Se sentían más libres, puesto que salían con mayor tranquilidad a la calle para comprarle un helado al vendedor ambulante o jugar con las canicas y tazos.
“Nos pasábamos del techo de mi mamá, nos bajábamos al patio de uno de mis amigos y nos subíamos al techo de otra casa, y pasábamos de techo en techo; cuando jugábamos carnaval pasábamos de techo en techo, por jugar”, dice Juan Sebastián, quien también cuenta con nostalgia que ahora ninguno de sus amigos queda en la zona. Todos se han ido a distintos sectores, como Samborondón, Urdesa, Kennedy.
Cecilia relata que ha permanecido en la zona por el amor a los sitios y los recuerdos del sector. Entre esos menciona su cercanía con la iglesia San Juan Bosco, que ha sido un ícono para ellos, el colegio Rocafuerte, donde estudió su padre, además de la cercanía con los vecinos, que hasta ahora tratan de mantenerlo con los aún residentes en la zona.
“Muchísimos vecinos éramos, hacíamos una ruma de monigotes y los quemábamos juntos, podíamos salir a jugar a la calle, cerrábamos la calle Babahoyo, y a cualquier hora a tomar helado, llegaba el heladero con la campanita y salíamos con nuestras moneditas de sucre”, recuerda Juan Sebastián.
El joven comenta que ha tenido la oportunidad de cambiarse a una ciudadela, pero ha desistido por tener que “cambiar de mundo” a un sitio sin trajín, ruidos, movimiento. Además, en el barrio del Salado se mantienen sus costumbres de asistir al recinto electoral a pocos pasos en el colegio Costa Rica, además comprarle al vendedor de limón desde el balcón de su casa, y también tiene cercanía con sitios de esparcimiento, de trámites y trabajo.
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“A mí me encanta el movimiento, la bulla, y cuando te vas a una ciudadela no encuentras eso, es verdad que en la noche esto se muere y tienes que poner tu seguridad. Si es algo aquí cerca me voy en bicicleta, si es muy lejos uso el carro”, comenta y agrega que sus amigos con el paso de los años se fueron cambiando a otros sectores de Guayaquil e incluso a Samborondón.
Además, su madre coincide en que se ha acostumbrado al movimiento del centro, y aquello lo nota cuando viaja a un sitio tranquilo, pues siente inquietud de los espacios muy silenciosos. “Esto es para mí parte de mi vida”, enfatiza.
A futuro, Sebastián aspira a que la unión fuerte de vecinos se mantenga, que se mejoren el ornato y la iluminación que atraían a los visitantes del puente El Velero, y a nivel de la urbe que se mejoren las condiciones de seguridad. Asimismo sueña en que las casas con su particular arquitectura se mantengan y no se den más demoliciones para apertura de comercios.
Ellos coinciden en continuar viviendo en esa zona durante el tiempo necesario. Sebastián incluso recalca que si fallece, ha pedido que sus cenizas las tiren al estero Salado por el amor que guarda con el barrio y el brazo de mar.
“Me acuerdo cuando mi papá me llevaba a remar, hay un afecto, tengo algo con el estero Salado, después la llevé a mi esposa y como no sé remar, nos tuvieron que remolcar, me quedé varado”, recuerda entre risas. (I)